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Tribuna

Los 'Kitsch' de Tarragona

Exregidor de Cultura de l’Ajuntament de Tarragona

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Hoy les hablaré de los Kitsch de Tarragona. Las actitudes y las formas Kitsch no son solamente definición de mal gusto, falsificación o fingido de la vida, son también. Entre otras, lo cursi, adocenado, hortera, vulgar, mediocre y hasta herejía, o como decía Umberto Eco «el kitsch imita el efecto de la imitación».

A mi modo de ver, Kitsch en nuestra ciudad no son inéditos, los hubo en tiempo antiguo, medieval, últimos siglos y en la actualidad. Empezaré por el siglo pasado.

1) Mamotreto de la playa del Milagro, edificación inservible, adocenada y estructura de mal gusto.

2) Pozo resultante del aparcamiento Jaime I, agujero inútil, oneroso, copia e imitación inferior.

3) Diez años de mercadillo en centro de la Rambla, común, vulgar, ordinario, pudiendo ser adecuado y útil en diversos espacios de la ciudad.

4) El erigido enjambre de palillos metálicos imitando el Teatro romano, imperceptible, trivial, fruslero y vacuo, imita el efecto de la imitación.

5) Reconstrucción del graderío romano en plaza de Sedassos, imitación de la imitación, engañosa porque las gradas romanas no eran de hierro ni madera, sino de piedra y para evitar su dureza los espectadores se llevaban almohadones rellenos de paja u hojas de maíz.

A sus correspondientes alcaldes se les fueron de las manos. Sin embargo, tiendo a eximir los de los puntos 1 y 2, porque impuso, desde 1990 (aclarando equívocos, desde más de una década no milito en ningún partido) adecuado gobierno y cuantía de resoluciones visibles y efectivas que regeneraron, mejoraron y evolucionaron la ciudad –bromeando, menos aún reprocho a Messi por fallar dos penaltis–. Siento no disponer de espacio para enumerar otros Kitsch de actualidad. Me seduce recordar dos, de los siglos XIII y XVII.

Tarragona, alrededor de 1.500 almas, vivían el año 1233. El rey, siendo arzobispo Pedro de Albalat, publicó aquí la Constitución Española. La comunidad local se llamaba Universita. Con permiso del poderoso Don Pedro se elegían los delegados y comisiones eventuales para representar la ciudad o para cobrar impuestos. Hasta cuarenta años más tarde, el prelado no dio permiso para nombrar cuatro Jurados que ejercerían el control político. El anterior prelado pleno de amor propio e impulsor de obras, sesenta años antes consiguió empezar las de la Catedral, siguiendo el canon románico, que tras cien años, el 1348 acabaron adaptadas al estilo gótico. Sucintamente he intentado marcar perfil en el ámbito de la época, para entender que en 1242 nos cayera el Kitsch. Aupado por el poder, que le otorgaba la facultad universal de sometimiento sobre las personas, se celebró en Tarragona el solemne Concilio que creó, inédito «por vez primera en España el Tribunal eclesiástico para perseguir la herejía, admitiendo la tortura a fin de conseguir confesiones y para que se conozca el modo de proceder contra los herejes» o sea la «Inquisición» donde lo trivial era terrible. Había sido creada en Francia y, lógicamente, entró por Cataluña. Finalidad insospechada, no se abolió hasta el año 1813. Suficiente, ningún giro ni matiz.

El Kitsch del siglo XVII, sucedió en Tarragona el año 1614. Versionó apresuradamente. Cuando todavía quedaban algunos brotes epidémicos, principalmente de peste negra. Lucha ciudadana contra la plaga de bandolerismo. Para su defensa, nuestros caballeros portaban pedreñales (pistolete, arma de fuego portátil) que el Rey prohibió, decisión extravagante que se negaron a obedecer. Consecuencia, el virrey los metió en la cárcel. Otra extravagancia, le costó el cargo. El nuevo Virrey, arzobispo de Tarragona Juan de Moncada, con poderío y años de oficio vetó su fabricación. La entrada en la ciudad de un Arzobispo y este además virrey, era trastornable, –la derogación del «Colp», entrega obligatoria de la Ciudad de 500 florines ( moneda de oro con grabado flor de Lis) al Rey por derecho señorial, aliviaba los festejos–. Fue recibido en el llano de la Catedral por el Capítulo a cruz alzada, montado en una mula conducía mediante cintas amarillas y encarnadas, en reverencia al nuevo señor. Repique de campanas, salvas de artillería en los baluartes y entrada al Tedéum. Al día siguiente era aclamado en el Corral (Plaza de la Font) y recibido por los gremios, donde cada uno exhibió su baile. Singularidad costumbrista: si por cualquier causa el prelado era avisado que no se podía celebrar su entrada, éste se volvía al pueblo más cercano en espera del día adecuado para simular los actos. A menudo, en la ciudad se celebraban rogativas a la virgen de Misericordia para obtener el beneficio de la lluvia o evitar alguna calamidad pública. Las misas de entierros y funerales se celebraban en la capilla del Corpus Cristi del Claustro. Ese año se asentó la nueva Cruz de San Antonio, de nueve metros de altura, tan delgada que, para su sustento, lleva en su interior una barra de hierro. Pues un día de aquel 1614 saltó mi último «Kitsch, gran imitación y copia inferior». Apareció en la imprenta de Felipe Roberto de nuestra ciudad una segunda parte del famoso Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, firmada por Alonso Fernández de Avellaneda. La imitación apócrifa causó mucha inquina a Cervantes, que inmediatamente centró sus esfuerzos en escribir la verdadera segunda parte, que se publicó un año después. La noticia de Tarragona se volatizó por toda España – muchísimo más que los futuros Juegos Mediterráneos– «Un adulterado Quijote» convertido en el gran suceso del año. Avellaneda era un pseudónimo, Cervantes no consiguió identificar al autor. Estaba prologado por Lope de Vega, al parecer su enemigo, en el que decía del manco de Lepanto que tenia más lengua que manos. El autor de tamaña osadía debe estar en la caja de Pandora, quizá fue un soldado que luchó con Cervantes en Lepanto y recibió algún desaire. No sé quien, pero recuerdo hace años, a un anciano que hablando despacio y con sorna decía que el autor pudo ser un poderoso fraile de la Iglesia, confesor de Felipe IV. Si fue así, «con la Iglesia había topado».

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