Tribuna
A un año vista
Primer secretari de la JSC del Vendrell
Se cumple un año de aquella pseudo declaración unilateral de independencia que cerraba una etapa de contantes despropósitos y repetidas torpezas por parte de los máximos dirigentes de la política catalana y española.
Un turbio proceso de negociación, además de una manifiesta incapacidad de ambos bandos para re-enderezar una situación de constante crispación, acabaron por certificar uno de los mayores fracasos y bochornos de la democracia española en su corta trayectoria. La amenaza de la aplicación del artículo 155 de la Constitución y la contra amenaza de la vía unilateral acabaron por embarrar un escenario cuyo desenlace cumplió las expectativas de los más pesimistas.
Pero a un año vista, ¿qué ha cambiado? La tensión en las relaciones institucionales y políticas entre Cataluña y España llegó a su máximo en el pasado otoño (ese sí que fue un otoño caliente de verdad) y todo acabó por
explotar aquella lamentable tarde cuando los líderes del procés, independencia
proclamada, entonaban el himno nacional con unas caras que serían el preludio de lo que estaba por llegar.
Muchos fueron los actores que intervinieron y que contribuyeron a agravar el problema, a hacerlo imposible de solventar con una intransigencia y una irracionalidad desde luego impropia de responsables políticos de países avanzados.
La intervención judicial a instancia de la fiscalía y con presiones del Gobierno de España abrieron la caja de pandora, que todavía hoy sigue abierta. El juez Llarena se erigió como defensor de la patria y la unidad de España y se autoimpuso la exigencia de aniquilar al enemigo. Firme y fiel representante de aquella máxima de la derecha española más rancia que «al rival no se le derrota, se le destruye». Aunque lo que acabó por destrozar el juez instructor fue, a ojos de muchos, la credibilidad de los tribunales españoles.
Pero condenar de manera enérgica, como debe ser, la entrada de los líderes secesionistas en prisión no nos puede impedir ver que el daño que algunos, también ellos, hicieron a la comunidad y las instituciones catalanas perdura y perdurará inherente a su sociedad durante muchos años.
Porque si bien la desfachatez del tridente Rivera, Llarena y Rajoy cargará por siempre con la responsabilidad de una ruptura agónica de la sociedad catalana, Puigdemont, Marta Rovira y compañía harán lo propio.
Contentar a su electorado con fantasías imposibles durante años acabó por sepultar el sentido común de los líderes soberanistas. Cegados por un relato tan épico como inverosímil decidieron llevarlo todo hasta el final sin importar lo más mínimo las consecuencias y el daño que nos estaban haciendo a todos. Ningunearon no al Partido Popular y a Rajoy sino al Estado en su conjunto, poder judicial incluido (quizá de ahí el ánimo de revancha). Pero lo más mezquino de todo fue la manera de silenciar, señalar y despreciar a la mayoría catalana que renegaba de la independencia. La cuestión identitaria estigmatizaba, separaba a catalanes de traidores, a demócratas de fascistas, a dignos de súbditos. Deleznables y constantes dicotomías que acabaron por rompernos.
Con el suceder de los días parece que el estado de confrontación se va desinflando (performances de Torra, Casado y Rivera aparte) pero la sociedad catalana sigue peligrosamente polarizada.
En los tiempos que corren condenar y reprochar irresponsabilidades y torpezas varias en las dos direcciones te convierte en equidistante, traidor para ambos bandos.
Pero al menos yo no me puedo estar de repartir reproches por igual a aquellos que creyeron que Cataluña debía ser pisoteada y aplastada, pero también a quienes querían silenciar, apartar y señalar a quienes considerábamos que el proceso independentista no era más que una farsa (luego Clara Ponsatí i Ernest Margall, entre otros, hicieron ver que no íbamos tan desencaminados).
En un país de trincheras algunos apostamos por construir puentes.
Abogar por el dialogo y el consenso como únicas herramientas posibles para sobreponernos a la falta de sensatez de muchas y muchos.
Siendo pragmáticos, la declaración del 27-S solo contribuyó a que todos perdiéramos, en mayor o menor medida, y nadie ganara. La etapa del procés, entendida como aquel proyecto capaz de proclamar e implementar la independencia de Cataluña de forma unilateral, fracasó estrepitosamente. Y lo hizo de la peor de las maneras, dejando un clima de crispación máxima en nuestra sociedad, políticos en prisión, la intervención de las instituciones catalanas y provocando en el resto de España un sentimiento de rechazo hacia Cataluña que Rivera y Casado se encargan de plasmar a la perfección.
El encaje de Cataluña con el resto de España es y será una controversia permanente, un litigio constante. Me vienen a la mente las palabras de Ortega y Gasset que decía que «el problema catalán no puede resolverse, sólo conllevarse». Pues puestos a conllevarnos, mejor hacerlo sin presos y con dialogo. Sin imposiciones y con consensos. Sin nadie y con todos.