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Opinió

Rafa Luna

Rafa Luna

Exsenador y diputado del PP

El populismo oportunista no tiene límites

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La Real Academia Española define el populismo como una «tendencia política que pretende atraerse a las clases populares». Su origen se encuentra en un movimiento ruso del siglo XIX que buscaba guiar los movimientos democráticos en Rusia. Sin embargo, el término también se remonta a la palabra latina ‘populus’, que significa ‘pueblo’. 

En la actualidad, el populismo se entiende como una forma de hacer política que, cada vez con más arraigo en las sociedades democráticas, se aprovecha del desafecto ciudadano hacia la clase política, con el único fin de obtener votos, muchas veces sin importar los medios empleados, en una visión que recuerda la máxima de que «el fin justifica los medios». 

Con el tiempo, aquel populismo que intentaba recoger las inquietudes sociales y plasmarlas en un programa electoral ha derivado en un movimiento político —más que en una formación política estructurada— con un liderazgo unipersonal, que defiende de manera oportunista los intereses de las clases populares.

El populismo más extremo hace suya aquella frase del manual político: «No importa si un hecho es cierto si, una vez lanzado, se toma como tal». El populismo oportunista carece de valores ideológicos; su único objetivo es aprovecharse del sentimiento de un sector de la sociedad para conseguir votos y, en consecuencia, el poder. 

Una vez alcanzado, se enfrenta a la dura realidad de la gestión, para lo que a menudo no tiene las soluciones adecuadas. Como ejemplo, basta observar que cuando el populismo demagógico llega al poder, realiza todo tipo de maniobras para no abandonarlo, como demuestran los casos de Vladimir Putin en Rusia o Nicolás Maduro en Venezuela.

Quienes llevamos años en la política, ya sea en activo o bien, los propios ciudadanos, echamos de menos aquellos programas electorales que funcionaban como un contrato entre los partidos y la ciudadanía, convirtiéndose en verdaderas hojas de ruta para los gobiernos. 

Hoy, la desafección política ha llevado a que nadie repare en ellos, no dándoles ningún valor. Como recordaba el periodista Josep Cuní en uno de sus artículos, al citar a Julio Anguita: «Programa, programa, programa». O el caso de Lluís Llach, que denunció judicialmente a Felipe González por incumplir su promesa de retirar a España de la Alianza Atlántica. 

En la actualidad, incluso aquel populismo que en sus inicios se vinculaba a la izquierda, también ha sido adoptado por la derecha, como se observa en partidos como VOX en España o en corrientes similares de la extrema derecha europea. Incluso el Partido Republicano de Estados Unidos, bajo el liderazgo de Donald Trump, ha incorporado estrategias populistas.

El auge del populismo en Europa ha llevado a que alcance cuotas significativas de poder en países como Italia, con Giorgia Meloni, o Hungría, con Viktor Orbán. Asimismo, se observa su consolidación en Francia, con Marine Le Pen, y su crecimiento en Alemania, con Tino Chrupalla. Estas fuerzas políticas apuestan por un nacionalismo que se aleja de los principios fundacionales de la Unión Europea, poniendo en riesgo su consolidación como una gran potencia económica y política, con relaciones estables con Estados Unidos.

Resulta sorprendente que estas formaciones, que históricamente han mantenido un rechazo ideológico al comunismo —especialmente al más próximo, representado por el régimen de Vladimir Putin—, ahora lo justifiquen o incluso simpaticen con él. Un ejemplo claro es su postura respecto a la guerra en Ucrania: siguiendo la línea de Trump, responsabilizan del conflicto a Volodímir Zelenski, cuestionando su legitimidad, pese a haber sido elegido en 2019 con un 73% de los votos. 

Un Trump desinformado o idealizado por Putin, incluso lo acusa de invadir territorio ruso, cuando el agresor es Rusia. Todo esto enmascara un populismo demagógico disfrazado de pacifismo, cuando en realidad responde a intereses mercantilistas: Rusia busca territorio y EE.UU., riqueza. ¡Vivir para ver!

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