Directora del Museo Terra de l'Espluga de Francolí
Sociedad
Gemma Carbó: «El mundo rural tiene que tener voz y voto en las decisiones políticas; gestiona el 70% del territorio»
La directora del Museo Terra de l'Espluga de Francolí hará una charla en la EADT en el marco de la jornada ‘Derives’, que forma parte del programa ‘Pobles mudats’, de reflexión sobre el despoblamiento
La charla que harás se titula 'Cultura, memoria e imaginación versus despoblamiento'. ¿De qué manera estos conceptos son herramientas para combatir el problema del abandono de los pueblos?
«Hay muchas definiciones de cultura, pero en este contexto estoy pensando en la cultura como una manera de explicarnos colectivamente, como espacio de participación y construcción de ciudadanía, como derecho fundamental. Desde esta perspectiva, la cultura es la identidad de los pueblos y de cada una de las personas que los conforman. Un pueblo es como una lengua, y perderlo quiere decir ser más pobres globalmente como sociedad. La memoria, por su parte, es el conocimiento acumulado de las personas de estos pueblos. Un saber, a menudo ancestral, que nos reconecta con los trabajos en el campo, con el bosque, con los oficios y con los rituales festivos, y también con los conflictos y los debates comunitarios que buscan soluciones viables a problemas compartidos. Son objetos sin embargo, sobre todo, historias de vida, relaciones y paisajes naturales. Y, finalmente, la imaginación es la capacidad que nos permite actualizar permanentemente esta memoria y ampliar nuestra perspectiva cultural de la vida. Artistas y científicos son personas imaginativas, que ven lo mismo que el resto, pero que se preguntan cosas diferentes».
Se calcula que en el Camp de Tarragona hay 58 municipios deshabitados. ‘Pobles mudats’ invita a hacer la reflexión sobre qué hay que hacer con ellos: rehabilitarlos, volver, darles una vida diferente... ¿Cuál es tu opinión al respecto?
«Los veo como una gran oportunidad para este ejercicio de imaginación. De hecho, hemos estado trabajando con el Instituto Ramon Muntaner, que lideró la investigación sobre estos pueblos, con Còdol Educació y con el área de educación y nuevas tecnologías de la URV, para impulsar una propuesta que se llama El joc dels poblrs imaginats. Es un juego online, a partir de los datos recogidos sobre estos núcleos, que propone a los jóvenes hacer este ejercicio de participación y de imaginación. ¿Qué ves aquí? ¿Qué harías? ¿Qué haría falta para hacer interesante este lugar de nuevo, para vivir allí? Aquí también son interesantes las preguntas y miradas desde las artes y la ciencia, porque permiten salir de la lógica imperante que condena estos núcleos, prejuzgando su inutilidad para la vida contemporánea».
¿Perder estos pueblos implica que la identidad de nuestro territorio se vaya perdiendo también?
«Sí, para mí cada pueblo es una representación a pequeña escala de la sociedad. Y en cada caso hay matices, saber o maneras de hacer, de decir, de pensar, que son únicas y excepcionales. Lo hemos estado viendo con las variantes dialectales, a veces presentes dentro de los mismos pueblos. También en las formas de organizarse colectivamente para hacer frente a situaciones complicadas. Y, por descontado, también como modelos culturales de conflicto y enfrentamientos entre poderes».
¿Qué más perdemos, cuando un pueblo es abandonado?
«Todo eso que hablábamos, cada vivencia individual y todas las maneras de relación entre ellas. Este tejido vital es diferente en cada comunidad, y tiene que ver con la relación entre las personas y con una naturaleza que es única en cada contexto. Los científicos hablan de ecología cultural como las maneras que cada comunidad encuentra para adaptarse a las exigencias del paisaje y la naturaleza. Es lo que configura la resiliencia, esta capacidad de que tanto se habla hoy. Si lo que estamos buscando son ciudades resilientes, convendría ver qué pasaba a los pueblos y entender que perderlos es ir atrás en esta investigación . No estoy hablando de volver todos a la vida de pueblo, pero sí de entender que no habrá smart cities sin pueblos vivos. La interdependencia es absoluta, y no podemos seguir entendiendo el territorio como unidades fragmentadas».
Eres directora del Museo Terra de l'Espluga de Francolí, que hasta el 2024 se llamaba Museo de la Vida Rural. ¿Por qué este cambio de nombre?
«Ha sido un proceso largo, fundamentado en muchas conversaciones e investigaciones. Con la cooperativa Corremarges hicimos una investigación etnobotánica para conocer esta relación entre las personas y el entorno natural en l'Espluga de Francolí y en la Conca de Barberà. Nos parecía que era un conocimiento no presente en el Museo, todavía vivo y muy relevante. De aquí se derivó una constatación del vínculo que todavía hay con la tierra y que define claramente el concepto de vida rural para muchos los vecinos y vecinas. Los dos últimos años también hemos estado trabajando de manera activa y participada con las mujeres, preguntándoles qué era para ellas esta ruralidad y cómo la vivían. Aquí aparecía el otro concepto importante, que es el de los cuidados, el de la preservación de la vida de las especies humanas, animales o vegetales. Y la suma de estas dos perspectivas contemporáneas de la ruralidad nos llevaba a poner de relieve la tierra como factor a reivindicar. La titularidad de la tierra para quién la trabaje, la regeneración de este sol, el territorio que hay que reequilibrar, el planeta que hay que cuidar».
El fondo del museo es, sobre todo, patrimonio rural. ¿Qué valor tiene todo este patrimonio para la sociedad del 2024?
«Hasta la industrialización del campo, el mundo rural nos habla de cuestiones que hoy volvemos a poner sobre la mesa, como la alimentación de proximidad y de temporada, el uso de materiales orgánicos, el bienestar ligado a la naturaleza y sus ciclos, la dureza de las condiciones naturales extremas, la gestión del agua, el reaprovechamiento constante de los objetos, la fiesta como espacio de participación, el apoyo comunal o las maneras de comunicar efectivamente las noticias».
En el museo estáis muy implicados en el reto de la sostenibilidad. ¿Por qué habéis incorporado este concepto en vuestro discurso y de qué manera lo trabajáis?
«Todos los temas anteriores están en la agenda 2030 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Hay una tendencia internacional liderada por la UNESCO que reivindica el rol central que la cultura está jugando y tendrá que jugar en la búsqueda de soluciones y en la innovación necesaria para hacer sostenible lo que ya no lo es, nuestras sociedades. Se trata de vincular, como decía al principio, cultura como memoria acumulada y lenguajes artísticos y científicos como detonantes de la transformación. Patrimonio y creatividad, ciencia y arte, naturaleza y cultura, pueblo y ciudad, todos estos dualismos tendrán que ser superados si queremos encontrar alternativas viables. Los museos tenemos la responsabilidad de ser detonantes de estos debates fundamentados en el rigor y el conocimiento que preservamos».
También habéis incorporado la perspectiva de género (pienso, por ejemplo, en la exposición 'Tros de dona'). ¿Era un tema pendiente?
«Totalmente, es un aprendizaje de las situaciones de desigualdad que imperan todavía en nuestros entornos, tanto rurales como urbanos. Pero, sobre todo, es un descubrimiento maravilloso de todo lo que nos estábamos perdiendo a la hora de fundamentar esta transformación cultural que necesitamos. Si alguien sabe de cuidados, de resiliencia, de sororidad, de respuestas imaginativas a problemas globales, son las mujeres. La exposición Tros de dona fue una experiencia impresionante, que ha derivado en un libro, en una exposición, en muchas conversaciones y espacios artísticos comunitarios, y que acabará en el 2025 con la presentación final del Diari de Tros, que recoge las voces de todas ellas».
Precisamente las exposiciones temporales son uno de los grandes ejes del nuevo museo, y también un escaparate para creadores, investigadores y artistas. ¿Cómo las planteáis?
«Las exposiciones nos han servido de laboratorio para pensar temas que estaban presentes en las conversaciones. Empezamos a producirlas nosotros después de muchos años de acoger propuestas de colaboradores y artistas. Lo hicimos, primero, con el Plàstic, y después seguimos con el Foc, con las Generacions de joves que tornen y con las Dones. En estos casos, la investigación y la creación siempre es compartida entre el equipo del museo, Còdol Educació y las expertas o expertos de cada tema. Proponemos combinar el fondo etnológico con los lenguajes artísticos y la mirada científica sobre los temas, buscando las múltiples lecturas y posibilidades, y generando espacios participativos y sensoriales, pero, sobre todo, educativos. Que susciten interés por seguir sabiendo, que generen más preguntas que respuestas. Seguimos acogiendo exposiciones de arte contemporáneo, sobre todo en verano, que siempre son vinculadas a la relación con la tierra y la naturaleza».
Y, todo, se articula en torno al concepto de ruralidad. ¿Cómo lo entendéis y qué papel pensáis que tiene que tener el mundo rural (o, mejor dicho, la ruralidad) en la Cataluña contemporánea?
«Tiene que tener voz y voto en las decisiones políticas de Cataluña. Los pueblos y la gente que vi gestiona el 70% del territorio. La agenda rural y el estatuto del mundo rural suponen avances importantes en este sentido. Estamos aportando la reivindicación de la inversión en cultura, porque es uno de los ingredientes básicos para dar vida a los pueblos y reinventar la ruralidad, para empoderar a las personas que hacen la opción de estar y para generar nuevas formas de trabajo para los jóvenes. Las ruralidades son una alternativa interesante para la Cataluña de 2050, pero tenemos que ser imaginativos y exigir la garantía de los derechos fundamentales para todo el mundo que haga esta apuesta».