El martes estuve en València. No os interesa un pimiento, ya lo sé. Una ciudad preciosa, aunque ha costado un «Precio S.A.»: aguantar una buena banda de corruptos. Estaba relajado mirando hacia la playa de la Malvarrosa con un agua de ocho euros en la mano, en la que el camarero insistió en tirar ginebra y no sé cuántas porquerías más. De repente, levanté la cabeza para ver un helicóptero de la Policía que perseguía una lancha sin tripulantes. Sonaban sirenas y detrás de mí, en el suelo, había dos muertos y un grupo de policías con escudos y armas. ¡Ostia! Quedé paralizado hasta que una niña pequeña me dijo: «no te preocupes, es un simulacro». Yo, periodista del mundo policial desde que tenía cinco años, giré la cabeza como un ventilador esperando que nadie hubiese visto aquella informadora de siete años ilustrándome. Efectivamente, era un simulacro, pero el público estaba al otro lado del edificio Veles e Vents, donde yo me encontraba, espatarrado, en una de estas cosas modernas a las que llaman chill-out. Eso me dio una idea… ¿Y por qué no hacemos simulacros en otros aspectos de la vida? Por ejemplo, en un Ayuntamiento. Entra un nuevo alcalde, pone las hojas del cartapacio, y tiene tres meses de simulacro para ver como lo hace. Por ejemplo, si sabe hacer plenos entretenidos. Si encuentras la ciudad más limpia, si ya puedes aparcar la moto, si no sube el IBI o si hacen un ascensor en el Balcón del Mediterráneo. Tres meses después, se hace un pleno, al que asisten los expertos de la ciudad, por ejemplo: Zapater, Sabater o Peñalver (importante que el apellido acabe en ER) y que se vote si volvemos al alcalde anterior. Sí, sí, estaba fuertecito aquel gin-tonic.