En los años noventa, un grupito de periodistas nos reuníamos en el Nikon, un pub de la calle Cervantes de Tarragona. Aquel coche escoba del día recogía a personajes que teníamos alguna relación con las letras. Curioso, lo digo por eso de Cervantes. Hubiese sido más apropiado que la calle llevase el nombre de Gerhard, en homenaje al músico y al escritor, que también entendía de cervezas. Pero resulta que el tal Cervantes era un cardenal y no el padre del Quijote. La cosa cambiaba, porque ninguno de nosotros era de misa. Yo hacía el cierre en el Times y salía de madrugada. Charlaba con Josep Maria, Ferran, Ángeles… y a menudo con Cristina Centelles. Todos ellos tenían un conocimiento muy superior de la vida que un servidor, hombre más de ilusiones y chistes que de libros. Aquellas charlas eran lecciones de la universidad de la vida.
De madrugada, paseaba por la Rambla desierta con Cristina y hacíamos aquello tan típico de charlar apoyados en el Balcó, mirando hacia el horizonte. Vaya, el «tocar hierro» de toda la vida. Cristina era una mujer inteligente y valiente. Con ella podías aprender de bolsa, de escritura, de literatura, de informática o de geografía, especialmente de Portugal. Años después, me entrevistó -creo que Peiso- en Tarragona Radio. La volví a ver y me vinieron a la memoria aquellas charlas de madrugada, mirando en silencio la oscuridad del Mediterráneo, rota por las lucecitas de los barcos. Siempre me gustó de ella su cariño y la paz que transmitía, como el Mediterráneo de noche. Tarragona es menos Tarragona sin Cristina, y aunque el mar continúa allá, oculto por las noches, ahora es un mar más oscuro y triste.