Soy un despistado y también un aficionado a leer libres de Asimov de divulgación científica. Lo hago desde hace años y, por eso, mi cerebro siempre interpreta el grafismo «I O» como el nombre de un satélite de Júpiter que se llama precisamente así. Quien lo descubrió no se comió mucho el coco, debía pensar «le pondré como yo» y para no parecer egocéntrico cambió una letra. El ya famoso «1-O» siempre me recuerda el satélite que, si leemos la Wikipedia, dice que tiene un volcanismo muy activo y que está cubierto de azufre. Vaya, como el infierno. A poca distancia encontramos otro satélite: Europa, que es frío y está cubierto de hielo. No tiene tantas reacciones «calientes». O sea, que se parece más a lo que sería el Cielo -religiosamente hablando-. Los científicos creen que bajo esta capa fría hay agua, y quizás vida. Quien sabe si esta vida oculta de Europa entenderá el infierno de ÍO y podremos crear un nuevo satélite donde viva gente que vea más allá de las porras, las acusaciones de terrorismo, las cárceles, el traslado de personas en camiones de animales y las interpretaciones del Derecho propias de una película de Tarantino.
El 1-O del año 2017, en las puertas de una escuela a donde acudí con diferentes intenciones, entre ellas la periodística, quedé impresionado. No fue por las mil personas que hacían cola para votar. No fue por la estudiada organización bajo la que se había montado aquella desobediencia civil que se enfrentaba a un registrador de la propiedad que odia Cataluña y a su incompetente amigo, el aficionado a jugar con barquitos. Fue una visión que me dejó petrificado: un policía llorando. Aquella imagen es el resumen de todo. Es la lección.