He crecido profesionalmente dentro de una comisaría. He estudiado balística en la Guardia Civil, he disparado en la central de Egara de Mossos y los guardias urbanos de Barcelona me han enseñado investigación de accidentes. Estuve en la comisaría de Canillas, en Madrid, cuando investigaban el 11-M. Desayuno con policías, he pasado noches enteras dentro de patrullas y he ido de copas con ellos. Me gusta conversar con el teniente coronel de la Guardia Civil de Tarragona y con el comisario del CNP. Son gente atenta, culta y amable que te ayudan siempre que pueden. Puedo coger un teléfono y pedir un favor sabiendo que me lo harán.
Estoy con un policía en un bar del Paseo Maragall. Está cabreado porque le envían dentro de una manifestación de paisano. No le hace ninguna gracia y diría que tiene miedo. Si lo descubren, puede ser linchado dentro de una multitud. Comprensible. Humano. Los Mossos son gente que aprecio. Alguno de ellos me ha dejado con la boca abierta con un discurso propio de un doctor en Derecho. El único sitio donde no soy bienvenido es en la Vía Layetana. (Ya os lo explicaré…) Por eso, me cabreo cuando les veo golpeando menores en el suelo, deteniendo a un fotoperiodista identificado o dando golpes a detenidos que ya están con las manos en una pared. El castigo lo ha de poner el juez, no el policía. Cuando el policía sale del protocolo y actúa como un poligonero mancha a un colectivo honorable. Los agentes «de verdad» se cabrean viendo actuaciones nefastas de sus compañeros, a diferencia de un ministro inútil de un presidente inútil que dice que los videos son montajes. Una actitud que no hace ningún favor a nadie. Los matones con uniforme hay que expulsarlos del cuerpo y que monten un gimnasio de boxeo. Dentro de la Policía debe haber gente que honre el uniforme, no descerebrados.