Cuando, de niño, me preguntaban qué quería ser de mayor, yo contestaba que jubilado. Pero mientras llega ese momento de felicidad, los que me conocen saben que quiero ser escritor. Ya sé que tengo unos cuantos libros rodando por el mundo, pero quiero ser un escritor que se pueda comprar un chalet. La cultura me interesa, pero mejor si le ponemos «pa amb tomàquet». De momento, con los 200 euros que me dieron como ganador de un concurso de la URV ya tengo para comprar el «pezón» del timbre de la puerta del chalet. Así que lo voy intentando mientras lanzo dardos a las fotos de Jordi Folk, Jordi Cervera y la Margarida Aritzeta, habituales ganadores de premios.
Hace unos meses participé en el concurso «Lletres del Comerç», organizado por el Ayuntamiento de Barcelona. Cada escritor recibía una palabra clave y el nombre de un establecimiento sobre el que tenía que escribir. Me tocó la palabra «facturas» y un bar de la calle Sèquia Comtal, allá por la Meridiana. El protocolo decía que teníamos que visitar el local y extraer información para escribir la obra. Así que fui hacia el bar que me había tocado… pero me confundí y entré en un negocio similar, al lado del que me habían asignado. Me atendió una mujer china y me preguntó qué quería. Controlaba el castellano como Xi Jinping o Alfonso Guerra, así que entendió que iba a cobrar unas facturas del Ayuntamiento de Barcelona y no le hizo ninguna gracia. Cuando empecé a hacer preguntas, me envió a cagar. Con aquella experiencia, mi relato acabó siendo un «cuento chino». Afortunadamente, quedé finalista, pero el del chalet todavía no acepta los aplausos como medio de pago. Lástima.