Dios está entre nosotros y lo vemos a menudo, pero, como que también lo olemos, no nos cuadra con el Catecismo. Es ese hombre que está en todas las estaciones de Cataluña al mismo tiempo pidiendo un euro para coger el tren. ¿En qué me baso? Intenta tú llevar a los niños al colegio y comprar en el mercado al mismo tiempo. Si lo consigues sin estar descuartizado, llámame, que te llevo en moto al Vaticano. ¡Ostras! Ahora que hablo del hombre del euro que no es el director del Banco Central Europeo, os explicaré una vivencia. Más divertida para vosotros que para mí. Fui a despedir a una amiga al Aeropuerto del Prat. Como pago con teletac, acostumbro a sacarme la cartera y el móvil del culo del pantalón y los dejo junto a la palanca del cambio. Aparco en aquella doble fila donde puedes estar unos minutos y entro con la maleta de mi amiga. Besos y un pipí rápido. Cuando vuelvo a la calle, el coche no está. Se lo ha llevado la grúa y vete a saber donde está el depósito de cadáveres metálicos en aquel lugar, que no es precisamente la estación de Altafulla. Busco el móvil y compruebo que se ha quedado en el coche que… ya no está. Toco el otro bolsillo del pantalón: la cartera se ha quedado también dentro. No puedo coger el tren porque no llevo dinero. No puedo llamar. Grito a mi amiga, ya en la cola del avión y ella mueve los brazos diciendo adiós. No puedo hacer nada más que caminar nervioso arriba y abajo rezando para que alguien de Tarragona vuelva de Kabul en avión. Entonces, al ver que pasan las horas, recurro a la imaginación y recuerdo a los del Tsunami, y arranco a pie hacia la T-1 con una bolsa del Mercadona en la mano. Cuando me cruzo con alguien le digo: «¿No me dejaría un euro para coger el tren?».