He recibido una invitación para ir a un acto periodístico al hotel Palace de Madrid, aquel sitio donde tenía happy hour Duran i Lleida. He llegado a Madrid y he caminado enamorado de aquel barrio de museos y edificios majestuosos. En el hotel me han pedido el nombre y he hecho la bromita de siempre: «soy Peñalver, ya sabe, descendiente del Conde de Peñalver, el de la calle.». El de recepción me lanzado media sonrisita, pero ha pensado que soy un imbécil y me ha dado el boli para firmar como si me tuviese que apuñalar. He abierto el balcón de la habitación y he mirado los leones del Congreso. No, no quiero decir aquellas estatuas de la puerta, sino a Abascal y Ortega-Smith, que entraban en aquel momento saludando a los policías de la puerta. Era temprano aún y tenía tiempo de tomarme una cervecita por la zona. En entrado en Can Punyetes, en la calle San Agustín, a poca distancia del hemiciclo, una taberna catalana en el corazón de Castilla, aunque podría ser perfectamente un lugar de reuniones de magistrados. Por las puñetas lo digo. Unos que tenía al lado hablaban de la camiseta de Mireia Vehí, la de la CUP. Yo, que ya no guipo mucho, no había identificado por la tele quien era la niña que llevaba serigrafiada en la ropa. Era, ni más ni menos, que Marisol, la Greta Thumberg de los sesenta, unos años en que estaba más de moda el calentamiento de los fusiles que la del globo terráqueo. Me ha extrañado que la «vehina» llevase un símbolo tan folclórico, pero lo he entendido cuando, entre los gritos de los camareros y el resoplido de la cafetera, alguien ha comentado que Pepa Flores, que así se llamaba la niña prodigio, vendió joyas para financiar en 1980 el primer partido independentista que llegó al Congreso. Ya lo cantaba ella… y con razón: «La vida es una Tómbola».