Busco en el cerebro algún recuerdo como excusa para escribir del Delta de l’Ebre y hablar del paraíso. No me ha costado mucho encontrarlo. Con 19 años me compré un Seat Supermirafiori y empecé a trabajar como vendedor de recambios. En la empresa, de Reus, me avisaron: «Cuando entres en La Cava verás un mundo diferente». No entendí qué querían decir hasta que dos chicas me piropearon por la calle en unos años en los que Soberano decía que eso era cosa de hombres. Aquellas largas rectas de árboles a los lados de los canales, aquellas largas calles sin asfaltar de principio de los 80 y aquel inmenso espejo que eran los arrozales hacían que al salir de la N-340 el coche hicoese como el DeLorean de «Regreso al Futuro».
Tengo muchos buenos recuerdos del «xeic, xeic, guai, guai, mare, mare…» que era como oía yo aquel catalán. El transbordador, el Restaurante 21, aquellos extraños tractores sacados de Mad Max… Me sorprendió, en aquellos años tan machistas, que en la gasolinera hubiese chicas atendiendo los surtidores. También que un camarero me quitase el periódico de la mesa con la frase: «Cuando se come no se lee». Yo reía de aquellas escenas entrañables. Más tarde fui un habitual de la «Contacto», una discoteca donde tenía muchos amigos del sur. Me provocaba risas que un alcalde se llamase Primitivo Forastero y que un barrio tuviese un nombre de trabalenguas: Ligallo del Gàngil. Me enamoré del Delta, pero yo, como vosotros, he sido un turista más, y pocas veces me he preocupado por sus problemas. Criticamos el centralismo de Barcelona, pero pensemos si nosotros -domingueros paelleros- hemos perdido un minuto en cuidar del Delta, nuestro paraíso. ¡Xeic!