Diari Més

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Un día me levanté con ganas de ir a Sevilla y escribí a Renfe para hacer un reportaje sobre el AVE para RAC1. Salgo de Sants hacia la ciudad del que «perdió su silla» (tranquilos, sólo es un dicho, no hago broma del Parlament) con Antonio Carmona, jefe de prensa de eso de los trenes, no el de Ketama. En cinco horas ya estamos en la capital andaluza. ¡Una maravilla! De vuelta a Barcelona voy repitiéndome mentalmente: 21:36, 21:36… La hora a la que sale el último tren hacia Tarragona. Pero un chaleco amarillo me informa que me he equivocado y hace diez minutos que ha salido el último regional hacia el sur. ¡Horreur!

Desesperado (no sé si sabéis cuánto vale un hotel en Barna) cojo un tren hacia Sant Vicenç de Calders para enganchar con algún convoy que vaya para abajo. Al llegar al Vendrell, la estación está cerrando y un «segurata» me dice: «Puede ir a la Nacional, pasa un autobús nocturno». Medianoche. Estoy en una parada de bus en la N-340, oscura y fría, bajo una farola fundida oyendo los grillos. Ni bus, ni Dios. Ahora, poned música country. Veo en la lejanía un Burger que parece salido de una novela de Bukowski. Voy sudado, desaliñado, como Cantinflas, con un maletín en la mano. Pido a unos jóvenes que me lleven a Tarragona. Me miran de arriba abajo y huyen de mi lado como si fuese un apestado. Llamo a un taxi. ¡Ja! Fiesta Mayor en El Vendrell. Me siento en el Burger, como un personaje de Pulp Fiction, a pasar la noche. Finalmente, encuentro un taxi que me lleva a Tarragona por el mismo precio que la inversión del túnel del Coll de Lilla. Miro el reloj. Han pasado cinco horas. El taxista me mira y me dice: «¿Qué, de Fiesta Mayor?». Todavía no han encontrado su cadáver.

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