No sé en qué momento de la vida empezamos a deglutir comidas extrañas sin preguntarnos si en el país de origen cumplen con los derechos humanos, emiten Co2 o bailan Polka. He intentado recordar la primera comida que hice que no era lomo con patatas. Fue en el año IV aC (antes de la Constitución), allí por el 1974, y creo que fue en un Frankfurt de la plaza Corsini. Ya sé que ahora estoy dando un detalle mierdoso, pero después de ver el domingo en La Vanguardia un estudio que revela que los pingüinos hablan como los humanos… fin de la cita.
Con el amigo Gago fui un día a cenar a un japonés cercano a la Rambla y al salir dijo: «Ahora ya, de aquí directos a un restaurante a cenar». Pero ahora ya no hace falta que salgas, te lo llevan a casa. Y la última moda de comidas exóticas son el Kebab y el Dürüm, que parecen componentes de una batería. Alguna vez cuando pido uno «con todo» me da miedo que metan un Pegaso Comet.
Pero lo más sorprendente de este mundo son los repartidores. Son seres extraños, de gran veida interior, y que suben cinco pisos con el casco puesto sin morir ahogados. La conversación con ellos es profunda: «Kebab». «Gracias». Aguantan estoicos la bronca cuando llaman a la escalera B en vez de la A y les responde un matrimonio de octogenarios que se van a la cama a las nueve y son de Convergència. Ya sabemos que los de CiU siempre cenan pan con tomate, no como estos modernos del JxCat, que hacen ayuno intermitente y ya no cenan. Los repartidores son seres extraños, sí, pero no rápidos. Si pides un kebab el sábado por la noche, probablemente te llegará durante la misa dominical. Por eso, cuando hagas el pedido recuerda rezarle a Fray Junípero Serra, patrón de los repartidores de pollo frito del KFC de América.