Os juro que no hay nadie en el mundo a quien le guste más estar en casa. Más concretamente en la cama de casa. Forma parte de mi manera de ser: perro. Ayer estaba yo preparándome para una larga temporada sin cambiarme de pijama ni ducharme cuando recibí una llamada. «Moisés, ¿Y el coche?». Eran de prensa de una marca donde solo las llaves ya valen más que tu coche entero, así que la excusa de «No, es que no puedo salir de casa» no les acababa de convencer. Miro la Biblia actual: el real decreto de los apóstoles San Pablo Iglesias y San Pedro «el lento» y veo que puedo circular si voy a trabajar. Me pongo el chaleco de prensa y me voy para Barcelona cagado. Literalmente. No me había acordado de que me quedaba la tercera parte de «café y cigarro… muñeco de barro». A la altura de Torredembarra, mis intestinos empiezan a hacer un 15-M y me paro en el primer oasis de servicio que encuentro. Salgo disparado hacia la cafetería pero las puertas estan cerradas con el cartelito de: «siguiendo las normas estatales bla, bla, bla…». ¿Dónde dejo ahora el muñeco de barro? Me voy corriendo al «puto cristal» de la gasolinera a pedirle clemencia al encargado de turno. Me da unos guantes de echar gasolina y me señala el váter de fuera. Un lugar que no es que tuviese coronavirus, es que te saludaban al entrar. Abro la puerta con el codo, la cierro con el pie. Compruebo si hay papel higiénico. ¡Milagro! ¡Sí hay! Me bajo los pantalones con todo el cuidado del mundo y cuando por fin llega el momento del alivio resbalo y acabo con el culo, la camisa y los pantalones empapados de elixir de coronavirus. Eso sí, las manos, con los guantes, estaban impecables. Todo un profesional.