Me ha contado el amigo Paco Zapater una anécdota que me ha hecho reír y, como que nos conviene un poco de esa medicina, os la relato. A mediados de los años sesenta, en la sala de proyección de su pueblo -Chelva- que él describe como un «Cinema Paradiso»- pasaban una película de Burt Lancaster y Gina Lollobrigida, una de aquellas actrices exuberantes que dejaban paralizados a los adolescentes en una época de miseria en general y sexual en particular. En la cinta, los protagonistas cabalgaban huyendo de los malos hasta llegar a una playa desierta. Aquella mujerona, entiendo que sudada y cansada, decidía tomar un baño reparador, entraba en el mar y se desnudaba dentro del agua. Las expectativas indicaban que tendría que salir en algún momento del agua, y seguro que las decenas de adolescentes que llenaban aquel cine se hubiesen quedado una semana mirando la pantalla para ver desnuda a la bañista. Efectivamente, la cámara seguía la figura de la actriz sin ropa des de tan lejos que no hubiesen podido diferenciar la Lollobrigida de Fernando Simón sin ropa. La italiana empezó a acercarse a la cámara mientras los adolescentes forzaban las dioptrías para ver aquella silueta femenina. Cuando ya empezaban a adivinarse las formas de la Gina, el caballo en el que habían llegado a la playa, y que pastaba tranquilamente por allí, dio tres pasos y se interpuso entre la cámara y la actriz, de quien sólo se veían la cabeza y los pies. En aquel momento, uno de los espectadores, iluso, gritó:«¡Arreee, caballo!».Evidentemente, el grito no tuvo ningún efecto en el equino, pero sirvió para convertir la decepción de no ver el cuerpo de la Gina en un hartón de reír.