Gracias al follón más «Grande» que ha tenido el «Pérez» he entendido situaciones vividas en mi vida. Por ejemplo, cuando de pequeño mi abuela me cogía la mano y me metía en el puñito cerrado un billete de 25 pesetas más arrugado que el «Estatut» del 2012, decía «no se lo digas a tu madre». Después, llegaba a casa con una bolsa de chucherías del tamaño del escroto de Trump y mi madre, sabiendo que con cinco años no puedes atracar un banco, me preguntaba de dónde había sacado el dinero para pagar las gominolas. Yo le decía que no se lo podía decir, y ella utilizaba la tortura de la zapatilla para hacerme declarar.
Años después, cuando formaba parte de la redacción de un diario, recibí la llamada de un amigo, inspector «de la secreta», para decirme que quería hablar conmigo, pero que no podría revelar que había estado con él. Como sería el tema, que acabó en la cárcel. Estuve todo el día fuera y cuando regresé a la redacción, con una alcoholemia considerable, el director me preguntó dónde había estado todo el día. Le dije que estaba detrás de un tema y él me contestó que seguro que ya sabía el titular del tema que estaba investigando: «Coñac Soberano». Me mandó a casa. Cuando le pregunté por qué, bajó la voz y me dijo al oído: «¡Ssshhh! Es un secreto que no puedo revelar».
A veces pienso que quien cera las leyes no ha bebido coñac, pero sí se han fumado dos porros. A ver, señores, seamos claros, tu diriges un equipo de personas y resulta que, según en qué estuviese trabajando, no puedes preguntarles qué hacen. Yo, si fuese investigador verde, me compraría una barquita y me pasaría unas semanas pescando en un lago de Suiza. A la barca le pondría un nombre bonito. Ah, ya sé, «La Soberana».