Un día sonó el teléfono de mi mesa del Times. Era un hombre que decía, nervioso, que en la N-340, cerca de la gasolinera de Altafulla, había visto un ectoplasma. No tenía ni puñetera idea de qué era aquello, pero le escuché. El hombre afirmaba nervioso que un fantasma había escogido hacerse visible allí mediante una mancha en el asfalto. Pensé, «¡Mira que listo! Al lado del bufet». Continuó diciendo que los domingos, los que no les gusta el futbol subían a un cerro en la Punta de la Móra a practicar ritos satánicos dentro de un búnker abandonado desde la guerra civil. Le dije a Milián que fuésemos, que fantasmas ya veíamos cada día en las ruedas de prensa, pero quizás los que viven en un cambio de rasante eran diferentes. Efectivamente, allí estaba «aquello», llámale ectoplasma, llámale gallina atropellada. Lo saludamos y subimos a la montaña para ver la instalación militar que había descrito el tío. Efectivamente, en el suelo, había un círculo con dibujos donde los domingos tiraban sal -como si fuese una paella- mientras llamaban a Satanás. Miraba aquel círculo mágico cuando se me apareció el Demonio. «¿Has venido a romper España?». «¡Hombre! Soy independentista, pero no hace falta romper nada». «Pues irás al Infierno. Estamos en fase 1, así que ponte la mascarilla». Bajamos unas escaleras hasta llegar a un lugar donde un hombre pequeño pegaba a otro. «Cuando se acaba el gas utilizamos a torturadores franquistas que tenemos por aquí para calentar el ambiente». Seguimos caminando y llegamos a una gran habitación llena de latas oxidadas. «¿Qué es eso», pregunté. «Es una vacuna para los anti-patriotas». Me acerqué y leí una de las etiquetas: «Supremo».
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