Sabéis que soy un coleccionista de anécdotas. Esta que os explico hoy es la número 1, y veréis enseguida por qué. Me la narraron en 1975, el año que murió Franco, imaginad si es importante. «¡Moisés, tío, deja de hacer previas y ves al grano!»… Pues un pastor de Jaca que acostumbraba a pasar los inviernos en la fonda de mis padres, en Reus, le llamaremos Severino, me relató -boina en mano- que su hija se enamoró de un canadiense, y decidieron casarse en aquel país un invierno de los años sesenta. Él, padre de la novia, tenía que ir sí o sí a la boda, pero, claro, cruzar el Atlántico en uno de aquellos doble hélice DC-4 era más peligroso que festejar con Rosa Díez. No recuerdo si me dijo que antes de comprar el billete lo pesaron en las oficinas de Iberia, pero no me extrañaría. Pues cuando la aeronave cruzaba el océano, el comandante dijo algo en inglés por la megafonía que, evidentemente, Severino no entendió. Lo que sí vio es que las mujeres empezaban a gritar, algunos hombres incluso lloraban y todos exclamaban el famoso «¡Oh, my God!». Así que Severino se quitó la boina, se arrodilló en el pasillo y esperó a que el avión se estrellase, que era lo que él creía que había dicho el piloto. A juzgar por la reacción de la gente, no podía ser otra cosa, aquel bimotor iba directo al fondo del Atlántico. Pero pasaban los minutos, la gente ya hablaba tranquilamente con un zumo de naranja en la mano y ya incluso se oían algunas risas. Severino seguía allí, de rodillas en el pasillo, con la boina en la mano y rezando todo el repertorio. Los que pasaban a su lado le daban una palmadita en la espalda por su detalle religioso. Era el 22 de noviembre de 1963… Lo que había dicho el comandante del avión es que habían asesinado al presidente Kennedy.