Diari Més

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En noviembre de 2003 salía una noche de trabajar de mi labor como guionista del programa «Vides de Pel·lícula», en TV3, cuando vi un cierto movimiento en la entrada. Pregunté por aquel nerviosismo y me dijeron que n unos minutos llegaba Felipe González. En vez de ir para casa, decidí quedarme en la puerta para ver o saludar al socialista. Y sí, minutos después, un coche negro llegó a las puertas del estudio y entró Felipe saludando amablemente. Me hizo ilusión conocerlo porque os he de reconocer que, para mí, era un gran estadista. Además, los políticos que han vivido la clandestinidad o la cárcel me merecen un especial respeto. Quizás por eso -cosa rara en un charnego como yo- también admiré en alguna ocasión a Jordi Pujol, abstrayéndome de los colores políticos, por su habilidad negociadora. Y ahora diré algo que sorprenderá a muchos: un día, en un colegio electoral, valoré si votar a Felipe o a Pujol, y opté por este último, pensando que si vivía en Cataluña sería más provechoso para mi familia. Aquella traición a los míos -tengo el alma socialdemócrata- la he llevado dentro con una cierta incomodidad… hasta hace unos pocos años.

Pero, no sé que me pasó que, de repente, empecé a ver a Felipe González como alguien que no era agua clara y, sinceramente, si lo viese entrar por la muerte, probablemente me iría. Y si supiese que tiene que venir Pujol… haría lo mismo. En 1971 Franco inauguraba un monumento, y allí, a pocos metros de él, estaba yo -un niño de 9 años- con los ojos llenos de ilusión. La visita del príncipe Juan Carlos y Sofía a mi barrio fue como si viniese el Circo Price. Ahora, ya no me enamoran ni los enanos del 15-M.

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