Cuando el comandante del avión dijo que nos preparásemos para tomar tierra, lo decía en el sentido literal, porque la sacudida fue de la misma intensidad que las tortas que repartió el viernes Quim en el patio de la Ciutadella. No era de extrañar, aquel avión de hélices se había fabricado por los mismos que construyeron el S-80, aquel submarino que no flotaba. Me imagino el fabricante hablando con la ministra de Defensa: «Pues aquí lo tienen. ¿Bonito, verdad? Son 2.123 millones». Y la María Dolores de Cospedal metiendo la mano dentro del bolso, preguntando «¿Y qué garantía tiene?». «Por eso no se preocupe, le regalamos ambientadores de pino y alfombrillas».
Salimos del avión en plena selva, a gatas y mirando que no nos faltase ninguna extremidad, especialmente las que servían para ahuyentar a los mosquitos, gordos como la pelotas del Miquel -«què en són de bones!» y más pesados que los letrados del Parlament. Ricomà y el teniente Fortuny buscaban con preocupación el baúl con el dinero del superávit municipal. ¡Uf! Por suerte estaba intacto. Avanzamos por la jungla apartando serpientes, ratas y arañas que más que querer picarnos, iban al dinero en un fenómeno que sólo podría explicar Rodríguez de la Fuente y María Jesús Montero. Me habían invitado a acompañarles al puro estilo Pujol, con entrevista durante el trayecto incluida. Pero, en este caso, la entrevista no fue posible porque Ballesteros, después de un año de no pilotar, ya no recordaba donde estaban los botones y acabamos estrellados. Finalmente, cansados de caminar entre bichos, hicieron un agujero y enterraron el baúl para que Tarzán no lo encontrase. Todo había salido bien… lástima que la mona Chita lo había visto todo.