Estoy ganando peso. «Tengo que hacer deporte», he pensado mientras me duchaba. No es habitual en mí, me refiero a ducharme, no a engordarme. ¿Cómo lo deben hacer Cayetana e Iglesias? A ellos se les caen los pantalones, mientras yo parezco un perro rebuscando entre las paradas de Bonavista para ver si encuentro los que llevaba Obelix. Cada verano digo «Hoy comienzo a hacer deporte…» y nada. Pero es que no he tenido buenas experiencias.
19 de agosto de 2016. Dios me envió una señal: se me cayó el móvil y ya no pude agacharme a recogerlo. Aquel era el día. Me puse un chándal viejo y no se me aguantaban los pantalones. Le dije a la mujer: «Cari, ¿no tendrás un cinturón por casa?». «A estas edades te pondrán en plan cincuenta sombras de Grey». Tú no necesitas un cinturón, sino un sujetador». Apareció con un cinto de diez centímetros de ancho, entre amarillo y pistacho fosforescente que asustaría a Mario Vaquerizo. Total, tirará por caminos de la Oliva y no me verá nadie. Ya en la calle, me fui animando, no recordé que era Paco Clavel y tiré hacia la Parte Alta vestido como el campeón del mundo de los pesos pesados de boxeo. Caminaba por delante del Seminario y no me había encontrado a nadie todavía, pero, de repente, al pasar junto al Portal del Carro, veo que allí está toda Europa: mis vecinos, antiguos amigos, dos ex, el de la farmacia, Obama, Kissinger, y la madre que los parió. Todos dirigieron la mirada a cámara lenta hacia el cinturón mientras yo me daba la vuelta como en la peli Matrix gritando «va fatal pararse cuando estás corriendooo!». En casa me comí un bocadillo de a kilo y envié la faja por correos a 4 Trafalgar Road, Kingston 5, Jamaica. Mr. Usain Bolt.