Yo no era feliz en Tarragona a finales de los años 90 por diferentes circunstancias de la vida, y también de la muerte. Así que, en 1999, me marché a vivir a Barcelona. Me había comprado un piso a cinco minutos andando del Times y, al marchar, lo alquilé para tener unos dinerillos y subsistir en Barcelona. Los primeros inquilinos hacían cosas raras, como, por ejemplo, no pagar la mitad del alquiler porque se habían discutido entre ellos. Eran dos, se discutían y uno de ellos se iba. Curiosamente, una vez pasaba el día de pago, volvían a hacer las paces. Vamos, como el PSOE y Ciudadanos, vaya. Pero después llegó una familia, buena gente, que de tanto en tanto me pedían que les rebajase el precio del alquiler porque no llegaban a final de mes. Yo, como si fuese un inflexible propietario burgués, se lo denegaba una vez y otra. Al final se fueron. Como no nunca fui amo de nada, más que de mi ignorancia, no sabía que estaba actuando de una forma injusta. Pero, amigos, con el paso de los años llegó la lección. Me quedé en el paro y, para recibir la subvención, era condición sine qua non que los antiguos inquilinos de mi piso firmasen un documento diciendo que ya no vivían allí. Los localicé en un piso muy bonito y amplio del centro de Tarragona, con ascensor y mucho más grande que el mío. Llegué con el papel en la mano temblando. Pensaba que, después de años de injusticia, me mandarían a la mierda nada más abrir la puerta. Pero no, con una sonrisa, e incluso contentos de verme, me sacaron una bandeja con pastas y frutos secos. Firmaron el documento y me desearon suerte. Pude pagar mi alquiler durante meses gracias a aquel papel firmado. As-salamu aláikum