Hoy hablaré de Javier Hernández, un magistrado del Supremo que ha pasado en Tarragona más años que Ballesteros. No os sorprenderá que hable de alguien de allí, porque a Marchy la he dado alguna colleja, pero sí os llamará la atención que hable bien. El motivo es que si en la plaza de la Villa de París son injustos, yo no lo soy, y aplico la separación de poderes entre mis creencias políticas y el análisis profesional. Me he alegrado de que Javier haya sido designado para formar parte de la Sala Penal del Tribunal Supremo, y creo que se lo merece. Sí, ya lo sé, es de Madrid, no es independentista y es amigo de Llarena. Sólo con eso último ya habría para hacerse el harakiri con uno de aquellos cuchillitos de plástico que regalaba el Tulipán. Pues lo conozco desde hace algunas décadas y, alguna vez le he entrevistado; pero cuando lo conocí mejor fue una noche durante una cena. No, no es lo que pensáis, no era una cita romántica, y acabamos vestidos. Os pongo en antecedentes: ja sabéis que no tengo abuela, y un día pedí a la Asociación de Juristas Demócratas que me aceptasen como miembro. No, no soy jurista, pero tampoco periodista y desde pequeño que me gano la vida en esto. Como miembro de la asociación asisto a las charlas que organizan, que acostumbran a ser cenas donde hay un orador, a quien yo, cuando he tomado dos copas, interrumpo continuamente. Un día él era el «ponente», y lo escuché con la boca abierta hablar de las asignaturas pendientes en la relación entre la administración de Justicia y el ciudadano. Tenía un espíritu de autocrítica que me gustó y, por eso, pienso que el Tribunal Supremo será ahora un poco mejor de lo que era. Javier, ya que estás por allí, cambiad aquella máquina de bebidas.