Diari Més

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1988. Un personaje de novela abre la puerta del Nikon. Es un hombre con abrigo largo y unas gafitas de Lennon. Cabellos de genio, de músico, o quizás de físico de premio Nobel. «Moi, te he traído un libro». Alarga el brazo y me pone en la mano 118 páginas de un formato extraño, un tamaño que no es habitual. Miro la portada: «Electrofenia», un título también poco usual. «Va, que te lo dedico: A Moisés, para que el mar jamás se vuelva esquizofrénico». Hace 32 años y todavía sigo dándole vueltas a qué quiso decir con aquellas palabras, y quien era realmente Ferran Gerhard.

Soy un impostor. No he leído tanto como se me presupone, pero uno de los libros que recuerdo es Factotum de Charles Bukowski. En aquellos años coloqué a Ferran en mi imaginación como un Bukowski tarraconense. Amante de la noche, de las tribus de los bares, de las felinas, de la poesía de la Vaquería o la Cova… Pero, a diferencia del escritor norteamericano, Gerhard era un Gerhard, un genio, un compositor de sinfonías del periodismo, de la poesía, de las historias sórdidas y una especie de superhombre capaz de ver la belleza de un sobre de azúcar mojado en el suelo de un lavabo, un viejo con la mirada perdida ante un «sol y sombra» o un disco de rock que sólo conocen los que saben de discos de rock. Me acostumbré a verle durante las mañanas en las ruedas de prensa, con aquellas libretas en que tomaba notas, y por las noches, ante un Bloody Mary. Creo que no me acostumbraré nunca a no verle ni por las mañanas ni por las noches, pero seguro que seguiré viendo su abrigo por Tarragona. Marcha un genio, un Gerhard, un compositor de la vida. Ferran seguirá con nosotros, pero, como su libro «Electrofenia», en un formato extraño.

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