Diari Més

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La noche del 16 de marzo de 2020 hice un Assange: me encerré en casa durante dos meses. Aquel día había ido a hacer una gestión a una Barcelona con la misma gente en las calles que el 12 de septiembre de 1714 (sí, no me he equivocado). Creo que esta vez no era culpa del Borbón. Para que os hagáis una idea, en el andén de Sants sólo había una persona para coger el tren hacia Tarragona. Nos miramos y, sin palabras, nos dijimos: «¿Tu también eres gilipollas?». Recuerdo haber tirado del asa de la puerta de un bar mientras leía un papelito que decía que estaba cerrado por cuestiones sanitarias y pensé que quizás hacían la ensaladilla con gas mostaza. Como ya tengo edad de mármol si me engancha el bichito, probablemente acabaré en ese barrio de la carretera de Sant Pere i Sant Pau. Por cierto, como el virus es como una pelota peluda con mala leche, le he puesto en nombre y la cara de una política bajita y redonda «de cuyo nombre no quiero acordarme». Ayer volví a casa con la misma sensación, parecía que era el 16 de marzo. Como las clases de la URV las hacen telemáticamente y a la radio lo envío grabado, estoy en casa muchas horas pensando cosas raras. Por ejemplo, creo uqe si la pandemia dura mucho, el ser humano evolucionará con mutaciones que le harán adaptarse a los nuevos tiempos. No me refiero sólo a no poder comer, sino que las piernas se irán adelgazando y la cabeza crecerá enormemente para poder albergar toda la información que Simon & Garfunkel nos ofrecerán en aquellas ruedas de prensa interminables de cada mañana. He mirado a la calle desde el balcón y he visto al vecino poner una bandera en el balcón silbando aquello de broncearse la cara en la playa. Efectivamente, hemos retrocedido en el tiempo.

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