Me contaba mi padre que en los años cincuenta estuvo a punto de marcharse a Australia. Allí te daban tierras y algún bicho para que hicieses un rebaño. Pero cuando miró el mapa, vio donde estaba y que tardaría más en llegar que el Corredor Mediterráneo, se lo repensó. Hoy día, si alguien me dice que me vaya a vivir a una isla de la Polinesia, me marcho encantado. No es que no quiera a mis dos tierras: Cataluña y Andalucía, sino que -lo resumiré en una frase- «No hay nada que funcione. Nada». Es igual que te quieras dar de baja en una compañía de móviles, que subas a un tren de cercanías, que pretendas cobrar un ERTE, que recurras una multa o que quieras demostrar ante un juez que te han detenido por el morro. Se ve normal que se haga un desahucio y que en pleno estado de alarma se envíe a la calle a una familia con tres hijos, o que un ministro diga que quería destrozar la sanidad de Cataluña y que haya gente que aún le haga gracia que todavía pasee por el Paseo de Gracia. El pobre del Sean Connery siempre me ha recordado a Carod Rovira. No, no porque coincidan en el físico o porque los dos tengan pensamiento independentista, sino porque el escocés se pasó la vida diciendo que su nombre se pronunciaba «son» y no «sin» aquí y en la China popular. Tengo un amigo que se llama John Romeu y que es hijo de uno de aquellos matrimonios que emigraron a Australia en los años 50. John es una especie de doble de Harrison Ford y ha vuelto a Australia, donde había nacido. Eso me ha hecho pensar. Ya sé que vosotros me diréis: Moi, en todos los lugares cuecen habas y cuando llueve hay barro. Pero, ¿Qué queréis que os diga? El barro de aquí es tan malo que se puede hacer ni un orinal… ni aquí, ni en la China popular.