Cuando sale por la tele el Equipo A repartiendo datos de miedo sobre el Covid-19, me voy corriendo al calendario y empiezo a borrar eventos. Cuando acabo, me suele llamar algún amigo para hacer una cerveza al estilo yuppie neoyorquino: yendo a un carrito de perritos calientes y comer en la acera, como cuando era indigente. Mi respuesta siempre es la misma: «Oye, de aquí a dos meses cumpliré los 60 y estoy en edad de tirar la cuchara, así que si me coge el virus, no necesitaré un respirador, sino la turbina de Vandellós II«. «¡Sí, hombre, será por bajar al bar de debajo de tu casa!». No sé si sabéis que en el bar de abajo, lo más peligroso no es el virus… no hay nadie dentro que no haya pasado 20 años encarcelado por homicidio. Así, aquí calentito se está muy bien, mirando el Cuines y leyendo el libro del Puigdemont.
Lo tengo todo controlado. Cuando llega la mujer de la compra: a la ducha, hervimos la ropa, el cinturón y las gafas pasan un escáner, el móvil desinfectado y yo llevo un mono con un collar de ajos. «Todo atado y bien atado», que diría aquel. En la oficina he cambiado la taza de café por un espray de alcohol de 96º y tengo una palangana con agua bendita. Vaya, que si me llaman para ofrecerme un trabajo en el Ayuntamiento con un sueldo de 70.000 pavos, como se tenga que hacer una entrevista para contratarme, se van ellos y los euros al carajo. No sé si os dije que me he comprado un teléfono 5G (sí, ya lo sé) y ayer cogí del buzón una funda de Aliexpres que, como no salgo, hacía días que dormía allí. La he puesto mientras me comía el estofado con níscalos que me ha hecho la mujer: «¡Cariño! El plato muy bonito, pero, siento decírtelo: ni huele ni sabe a nada.