Abril del 1972. Voy hacia la Rambla de la mano de mi madre por aquellas escaleras que suben desde la estación. Hace dos días que hemos llegado a Cataluña. A medida que voy ganando altura escalón a escalón, aparece el mar, un bien escaso para alguien que no ha nacido en una ciudad con gaviotas. Llegamos al balcón y mi madre, Carmen, es da la vuelta hacia la Rambla y me dice: «Mira, Moisés, esto es Tarragona». Los ojos de un niño ven aquella calle larga y ancha como la quinta avenida de Nueva York. Las tiendas, el cine, las terrazas, los taxis, los turistas… Vida. Vida ciudadana.
Entramos en una flamante tienda de ropa de niños del Jofre, en la esquina de Comte de Rius. Ya hace medio siglo que salí de allí con unos pantalones cortos de pana beige.
Pocos años después venía en autoestop des de Reus a la calle Ibiza para encontrarme con un amigo con quien cruzábamos de nuevo la Rambla para subir des de La Geganta al Poetas, l’Havana o la Cova. Después vinieron las noches del Cucudrulu y el Puerto Deportivo, aquella frenética Tarragona rica en vida nocturna que enamoraba a Gerhard.
Os soy sincero, me quedo triste cuando veo «aquello» del Milagro, la muerte nocturna del Puerto Deportivo, las persianas de las tiendas bajadas y la poca gracia de la Rambla Nova de noche. La temporada pasada iba cada sábado por la noche al teatro. Carmen murió el año pasado y, quizás por eso, al salir, me transformaba en un niño y oía su voz: «Y esto es Tarragona». Ahora, cuando cruzo la Rambla semidesierta, me paro en medio, delante del Tous, con mis pantalones de pana beige -ahora largos-, vuelvo a oírla, pero esta vez con interrogantes: «¿Y esto es Tarragona?».