Diari Més

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Como este año la suegra -que vive en Portugalete- está contenta de no tener que aguantar al yerno por Navidad, decidió celebrarlo enviándome una mariscada. Isabel, que así se llama el enemigo, ya sabe que a mí me gusta todo lo que es caro, me da igual lo que sea, pero que cueste mucha pasta. En eso he salido al Ministerio de Fomento. Así que tiró de presupuesto para fichar a un equipo vasco compuesto por centollo, nécora, quisquillas y langostinos, y me lo envió por «paquete exprés» desde Santurce a Tarragona, como dice la canción «por toda la orilla».

Yo, cuando supe lo que llegaría a casa, saqué la mesa del comedor a la calle y me senté en la acera con un babero, una botella de Anna de Codorniu que me regalaron los de Repsol y una caja de Almax, esperando que llegase la furgoneta del mensajero de Tipsa. Pero, ya a media tarde, muerto de hambre, y viendo que el Equipo A no llegaba a la escalera B, llamé a la empresa para saber dónde estaba mi regalo de Navidad. Me contestaron que el envío se había estropeado. Como si fuese el emérito, había desaparecido porque hacía olor a podrido. A mí, que he estudiado algo de investigación forense, me hacía gracia ver los cadáveres, y les pedí que me mostrasen el material que se había echado a perder para determinar la causa de la muerte. Pero se ve que ya lo habían incinerado y estaba en el Valle de Los Caídos, donde meten a los peces gordos que apestan. Las tres cajas de Porex. Los veinte metros de papel film y la caja de cartón se habían autodestruido a la velocidad de la luz y habían creado un monstruo de marisco chorreante que amenazaba a la humanidad. Cuando he preguntado en la empresa dónde estaba el marisco, he oído como me cantaban «Bajo del maaar, bajo del maaar…».

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