A los que se les llena la boca hablando de la malversación de Puigdemont, de Mas, del «procés» y de los demonios separatistas, no les veo quejándose cuando la pasta va a parar a gilipolladas varias. Mis debates sobre la malversación con abogados, jueces o profesores de Derecho siempre acaban igual, con el Moisés en un hospital de campaña, de la somanta palos que recibo a base de manuales y doctrinas. Es una batalla entre un experto y un cuñado. Ahora, si hablo del tema con algún amigo en el bar, entonces ya es una conversación entre cuñados. En estos casos, las hostias vienen porque el otro es de lo que creen que estamos en un estado social, democrático y de Derecho… pero con presos políticos.
El tema de la malversación es absurdo, porque, si alguien considera necesario montar una columna de jeeps dirigida por el mariscal Rommel para acompañas una cajita con vacunas, y cree que es vital gastarse el parné en una imprenta que haga una pegatina gigante con los colores de La Moncloa, ya no se puede hacer nada por ellos. Ese dinero, señores, sale de mi cuota de autónomo y preferiría que los utilizasen para ayudar a los comerciantes de la hostelería o los diesen a Caritas. ¡Ahora! Que pones la tele y ves como persiguen a quien ha encargado contribuir una web. Malversación es pagar la escolta a Lawrence de Arabia. Pero, claro, debatir eso es como oír los argumentos de un jugador de primera. Para ellos, la resolución siempre depende del pensamiento político. Por ejemplo, yo considero malversación enviar a 6.000 policías a Cataluña para no solucionar nada. Eso cuesta XX millones de euros. ¿Qué? He dicho XX, no señor X, que sois muy tiquismiquis.