El 16 de marzo del año pasado era un día que daba miedo. Era un día en que tocar las manijas de las puertas era un riesgo. Respirar ya lo era, pero no lo sabíamos. Por cuestiones profesionales ineludibles tuve que ir a Barcelona a hacer gestiones que habían quedado pendientes. Unos días antes, -el día 12- quedé pensativo mirando una pintada en la puerta del tren que parecía un grito: «¡Pandemia!». Pensé que la gente había visto muchas películas y que la sangre no llegaría al río. Pero sí que llegó ¡Ya lo creo!
El día 16 de marzo pasé miedo. Cuando entré en la estación de Sants y la vi desierta, me asusté. Cuando en el andén, esperando el tren Barcelona-Tarragona sólo estaba yo, cuando habitualmente no se cabe, pensé que aquel hecho ineludible que me había llevado a la capital catalana tendría que haber sido eludible. Me sentí como Will Smith en «Soy leyenda». Pero aún no estábamos acostumbrados a esta guerra biológica. Criticábamos las marcas que no querían venir al Mobile y pensábamos que todo era un montaje comercial. La verdad es que no sabíamos cómo teníamos que tratar el tema, como si se tratase de un referéndum que no gustaba, o si hubiese caído sobre la tierra un asteroide.
Ya dentro del tren, un militar me dio unos guantes de látex. Me agarraba a las asas de los asientos como si estuviese en Fukushima, y hasta que no pasaron unas semanas, no quedé tranquilo. El 16 de marzo del año pasado el mundo era extraño y llegar a casa sano y salvo era un mérito. Nos habíamos despedido de nuestra zona de confort y entrábamos en un mundo nuevo. Estar en la playa, sentados en la arena mirando al horizonte azul se convirtió en un lujo. Quizás la pandemia nos hará valorar más… todo, como cuando sales de la cárcel, de un ingreso hospitalario o de una dictadura.