Uno de estos días primaverales salí de un restaurante de Tarragona con dolor de barriga y daño a la cartera. El médico de urgencias me dijo que tenía un ataque divertido. Y pensé «otro gracioso que lee mi artículo». Pero no se refería a la diversión, sino a la diverticulitis. Y cuando empezamos a oír palabras con el sufijo «itis», ya no estamos en Port Aventura. Total, que me encargó tres pruebas: una colonoscopia, o sea, como un vídeo de boda, pero dentro de tu culo; un TAC, donde eres la masa que han quitado del agujero del Donut, y una prueba del SOH, que yo no sabía qué era hasta que ayer me dijeron que era de sangre oculta en heces. Vamos, que tenían que hacer lo mismo que CaixaBank, mirar si había números «rojos» en mis deposiciones. Pregunté por el procedimiento de entrega a una de esas «chicas del cable» de la Clínica Monegal. Y ayer por la mañana allí me tenéis, de cuclillas en el suelo, como si estuviera en una trinchera, intentando que «aquello» caiga dentro de un kleenex. Después viene la duda: ¿qué cantidad necesitarán los del laboratorio? ¿Un kilo, cuarto y mitad, o cien gramos bien serviditos? Así que he puesto en el bote una bolita parecida a un pistacho y, en el bolsillo, en un papel de plata, una porción más generosa. Y para allá que me he ido a la sala de espera con un bote con un trozo de mierda dentro y un paquetito con un mojón en el bolsillo de la cazadora. La enfermera me ha dicho que le deje el teléfono por si necesitaba más. Es la primera vez que una mujer me pide el teléfono para obtener el producto y no el proceso de obtención. Ya, ya lo sé que ha quedado un artículo guarro, pero a ver cómo explicáis esto vosotros en lenguaje académico. Total, que ayer fue un día de mierda.