Un día de 1995 decidí dejar Reus, como Puiggener cuando terminó el monumento al General Prim, para vivir en la capital Citerior. Le compré un piso a una compañera de trabajo y pedí una bula papal para que me dieran la hipoteca, porque yo era más moroso que Manolo, ese tipo que vive en la azotea del13 Rue del Percebe. El director del banco era Cañita Brava: «Me debe seis mil pesetas de güisqui». Decía que yo tenía un mosquito en mi cuenta con una consecuencia clínica: chupaba hasta dejar el saldo sanguinolento. Aquel 26 de mayo de 1995 fue el primer día que pude independizarme -sin referéndum- y miré por la ventana. Ante mí había aquellas casas de la plaza de la Salle donde vivía gente que probablemente no pedían hipotecas, sino, más bien las concedían. Era una calle con dos colegios y hoy he pensado que aquellos niños que jugaban en la calle ahora serán abogados, o, si no sacaban buenas notas, políticos. Recuerdo los primeros días yendo a la oficina del Hispano Americano ante las Dominicas. Ahora hay un bar, y la otra oficina del barrio es una delegación de la feria de arte ARCO. Abajo de casa había un taller mecánico que ahora es un lugar paragamers: gente que juega a matarse por ordenador con otras personas del mundo que también quieren matar. Han pasado 26 años y ya no gobierna Felipe, ahora está el Pedro, un hombre al que abuchean en cualquier viaje que haga en su país. Desde la ventana me he imaginado que habría donde está mi piso un siglo antes. Seguramente una masía de un campesino que leería en La Vanguardia: «Cánovas del Castillo ha falseado la democracia mediante una trama jurídica restrictiva». Sí, eran otros tiempos.