Como estoy de vacaciones, he decidido hacer esta semana una serie explicando las anécdotas que viví cuando, con 50 años, hice un reportaje para RAC1 sobre el autostop. Se trataba de ir de Barcelona a Madrid, entrar en el museo Thyssen y volver sin gastar ni un duro. Ni el AVE de la ouija, ni Ryanair… ¡yo traje el turismo low cost a Cataluña!
Capítulo I. Las siete de la mañana del 11 de octubre de 2011, todavía de noche, aparco Cadillac a una calle de Castellbisbal y bajo por un camino de tierra, entre árboles y a oscuras hacia el área de servicio Porta de Barcelona. Al llegar al lugar estudiado, dejo la mochila en el suelo y saco un letrerito plastificado. Durante dos horas pasan por delante de mí conductores a los que les genero la misma confianza que Ópticas El Dioni. Un par de hombres entrajados, con gafas de sol y maletines en las manos aparecieron por el arcén de la autopista caminando hacia mí. ¿Policías de la «secreta»? ¿Mossos? Inspectores de carreteras, ¿Vestidos así? A medida que se iban acercando yo me iba acojonando más porque está prohibido hacer autostop en las autopistas y no las tenía todas. Devolví a la mochila el cartelito de «Madri», la D final no cabía. ¡Cálla! Quizás eran profesores de Filología Hispánica y venían a abroncarme. Cuando faltaban unos metros para llegar, uno de ellos sacó algo del maletín. «Ya está, ahora me disparan y se van», pensé. Al llegar a mi altura, uno de esos hombres me dio una especie de hoja y me preguntó: «¿A usted le gusta leer?». Miré mis manos, y encontré una revistilla titulada «La Atalaya». ¡Eran testigos de Jehová!