Diari Més

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Capítulo III. San Cristóbal, patrón de los conductores, porque sólo hablaba de religión y mecánica, me dejó a un polígono de Lleida, desde donde otro camionero rumano me llevó a Alfajarín, que parece el nombre del canario de un cura. En aquella área de servicio en Zaragoza había más camiones aparcados que en una barra americana de A Coruña. Era hora de presentarme a los bocatas que llevaba en la mochila, ya más secos que la piscina del Puigdemont en Girona. Un camión aparcó a mi lado y se bajó un hombre parecido al Albiol del PP. No sé si definirlo como un armario de dos metros diez o como un Dios de Armani. Si él era el sumo «Hacendado», a su lado yo era el Niño Jesús. Le pregunté si me podía llevar y me dijo que le daba miedo subir a un desconocido. Lo más grave que podría haberle hecho yo a aquel hombretón era llamarle «burro» mientras él pintaba el camión con mi sangre. «¡Yo te llevo!» oí de lejos. ¿Quién hablaba? Hombre de unos cuarenta años, caucásico, más gordo que una servidora, dos dientes de oro, camiseta imperio, sudoroso, tres cadenas de oro, una con una bala colgando. Equipamiento: ordenador portátil con disco duro externo atado con cinta americana. El disco duro lleno de pelis de un tal Salieri que creo que no es el de «Frozen». Enchufó un ratón al portátil y se lo puso en la rodilla. ¡Un maestro! Desde el camión grité. «¡La mochila!» Una familia de ratas habían encontrado la sede deJust Eat. ¡Apa, sin bocatas! Torrente venía de Italia y cargaba en la cabina unos enormes bidones de aceitunas. Haciendo un tetris, como la canción de Alaska, moviendo la tibia y el peroné, me encajé entre dos bidones. Me quedaban cinco horas más con Mario Ceausescu.

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