Capítulo IV. Aquel chofer de camiseta Imperio sudada que miraba pelis porno mientras conducía se volvió y me preguntó si podía aguantar un rato más. Yo en ese momento, entre dos bidones enormes de aceitunas, era Stephen Hawking un mal día. Mentí como un político porque la alternativa era caminar por una carretera de mierda. ¡Mierda! Eso mismo dije cuando aquel hombre de cadenas de oro sudadas se adentró por un camino. Como si fuera MacGyver en medio de una pelea en la Cárcel Modelo, localicé todos los objetos contundentes de la cabina. El camión siguió por el camino polvoriento hasta una nave. «Puedes bajar, pero no vaya muy lejos, no es un lugar recomendable». Me cagué cuando vi por el retrovisor que daba una cajita a un hombre y él le respondía con un fajo de billetes. Mi columna vertebral era la carretera de Arcos, pero no me moví ni un palmo. El chofer abrió la caja y el otro la miró asintiendo con la cabeza. Yo me esperaba en cualquier momento que llegase la Guardia Civil y acabáramos unos en Alcalá y los otros en Meco. «¿Estás muy sudado? ¿Te pasa algo?». Mostré una sonrisa agridulce. Una hora más tarde gritó «¡Puedes bajar!». «¿Ya estamos en Madrid?» «No lo sé, ¡Márchate!». Con la mochila y caminando como Fraga, recorrí las calles desiertas de un polígono hasta encontrar un chico que paseaba un perro. Y le hice una pregunta digna de «Regreso al Futuro": «¿Me podrías decir dónde estoy?». Aquel muchacho me miró como si me hubiera tomado la droga de la cajita de antes. «Está usted en Coslada». Caminé hacia el Metro y sólo esperaba que quien llevara el convoy no fuera ni de misa ni de pelis porno.