Entré en el Metro, en Coslada, agotado después de trece horas de viaje. Sin saber ni cómo me llamaba, introduje la tarjeta de crédito en el lugar de los abonos y me cargué la máquina de los billetes. En Madrid, sin un duro y sin tarjeta de crédito. Todo bien. Un empleado se acercó y me preguntó por qué lo había hecho. Contesté casi llorando que ya no tenía cabeza y que había llegado muy cansado desde Barcelona. No os cuento donde dormí porque perdería todo mi prestigio. Al día siguiente, un matrimonio parecido aLos Roper, de unos 90 años, con un Renault 12, me recogió en la calle Alcalá. «Ay, hijo mío, ya a nuestra edad no nos da miedo nada», dijo señalando cinco vírgenes que bailaban colgadas del retrovisor como si hubiera una rave en Jericó. Los ancianos se perdieron y comenzaron a discutir, así que les pedí bajar en una carretera comarcal: «Alcalá-Meco a 7km». Se detuvo una pareja de la Guardia Civil en moto: «¡Oiga, está prohibido hacer autostop!». Les respondí que no era cierto, que sólo en autopista y autovía. No les gustó: «No queremos verle aquí. ¿Entiende? ¡Vaya en tren como todo el mundo!». Abroncado, bajo un sol de justicia, aquel R12 de los ancianos apareció en el horizonte. ¡Aleluya! Aún discutían. Me dejaron en Guadalajara, donde se detuvo un todo terreno al que subí. Cabreado, puse a parir los guardias civiles mientras veía como la cara del conductor iba cambiando. De repente, me di cuenta: «Usted també es Guardia Civil, ¿No?». Volvía el arcén, donde un camionero de Blanes me llevó a Barcelona. Y no, no era testigo de Jehová, ni monaguillo, ni Torrente ... ni guardia civil.