Ya era una tradición cada Navidad. El Fermí Morera me buscaba por la redacción con la caja del lote que recibíamos de la empresa. Entonces hacíamos un curioso intercambio: yo le daba el melocotón en almíbar y alguna porquería más, como el turrón de yema, y él me daba la botella de whisky que iba dentro de la caja, como en el entierro de Janis Joplin. En casa, algún día había probado aquel licor pensando que probablemente lo destilaba el Tonto Simón, que en el trabajo le llaman Don Simón, o que eran los restos que embotellan tras hacer Whisky DYC, que hacen con la «dick». Si no entendéis el gag, estudiad inglés. Pues cada año, cuando volvía de casa de la suegra, en enero, poco a poco conseguía acabarme la botella. Como Bukowski, cuando lo tomabas ya tenías que ir borracho, entonces sí, entonces no notabas que era malo, porque hubieras encontrado buena incluso la ratafía del Torra. Fin de la primera parte. Telón.
Corría 1999 cuando no sé por qué regla de tres fui a parar a Turín, a la fábrica de la Fiat, donde se celebraba el centenario de la marca. Allí había, además de mí, otras personas importantes, como Henry Kissinger, Giovanni Agnelli y supongo que estaría también Millo. A los más de mil periodistas que asistimos a los actos y la cena multitudinaria, nos ubicaron en hoteles de la ciudad italiana. En el hotel Principe di Piemonte, después de cenar, varios periodistas de motor fuimos a parar al piano bar. Allí, pedí un whisky y el camarero me avisó que sólo tenían marcas muy buenas que «picaban». Un compañero me dijo al oído: «tira, que paga la marca». Quedé boquiabierto cuando el barman abrió un armarito con luz de neón y sacó una preciada joya: era la botella del Fermí.