Si con alguien de Tarragona me siento identificado es con el joyero Tomás Palos. No quiero ahora fardar diciendo que yo también soy un artista, aunque alguna novia me lo haya dicho en momentos peligrosos. Tomás es de Jerez, la ciudad que tuvo el honor de parirnos, aunque ambos usamos un catalán que se oye poco los bares de allí. También nos une que yo tengo nombre de profeta y él toda la barba de Abraham tras jubilarse. En aquel tiempo no se usaban las recortadoras de barbas. La Philips ya las había inventado, pero aún no existía Endesa, ni los enchufes. ¡Uy, mira! Enchufes y Endesa, eso me suena. También hay una circunstancia que compartimos: una mujer joven. ¡Eh! No es la misma, malpensados. Él tiene a la Eugenia y yo discuto con la Ixone. En Tarragona, cuando hablas del Tomás, no pasa un segundo que lo dejan en el banquillo para hablar de su mujer, como si el pobre sólo sirviese para decir que le gusta la sangría. Me he hecho venir bien lo de la sangría para explicaros que tomé con él una de estas pociones para turistas. Le pregunté si estaba vacunado. Dijo que no. Me extrañó porque antes de darte la mano, saca un fajo de acciones de La Alcoholera Catalana S.A. y te las restriega como si puliese una pulsera de plata. Finalmente, se vacunó, y días después lo ingresaron con dos tíos franceses: el Guillain y el Barré, un dúo de cantantes bastante malos que compusieron la canción «Síndrome», aún más mala. Si Juan XXIII, el Papa, levantara la cabeza, diría sorprendido: «Qué honor recibir en mi hospital un joven tan creativo como el Palos». Venga, Tomás, ¡levántate de una vez de la cama y nos pegamos una sangría en el Serrallo!