Cuando he decidido escribir sobre la polémica forma de vestir de la diputada Anna Grau en el Parlamento, me he dado cuenta de que mearé fuera de tiesto aunque lo haga frente a la piscina olímpica de los Pirineos. Son aquellas cosas que, si dices que no se debe juzgar a una persona por cómo va vestida, saldrá alguien diciendo que si el presidente del Gobierno fuera vestido de payaso al Debate del Estado de la Nación, no callaríamos como ... no nos callaríamos . Si dices que por cuatro euros puedes encontrar espejos en el Ikea, ofenderás la libertad personal y serás un delincuente del odio, un rojo peligroso y un machista. Y si dices que ni lo uno ni lo otro, serás Ada Colau.
Tengo que reconocer que el discurso de la Grau no me gusta, y su asesor de imagen tampoco, pero yo no calificaría a ningún político por cómo va vestido, sino por lo que dice. De hecho, me ofenden más los de la gomina con americana y doble nudo Windsor que se han quedado en 1936, y que van más apretados que los cerebros de los del ascenso glorioso. Yo creo que la casa de la palabra del pueblo debe ser como el pueblo, choni y periodistas fumetas incluidos, con oradores que parecen Bob Marley, chicas con una camiseta de la Marisol, un señor en silla de ruedas y, si hubiera algún congresista con síndrome de Down, también lo celebraría. Para los que se santiguan: ¿qué hicisteis cuando nuestro querido Alejandro Fernández cantó una ranchera de Alejandro Fernández?
Si hiciéramos una encuesta ciudadana (¡Mira! ¡Un referéndum!) Sobre si a la gente le preocupa más que la parlamentaria naranja dijera que Laura Borràs era una «macarra» o si están preocupados porque el blanco, el negro y el color carne no conjuntan bien, seguramente ganaría la primera opción. ¡Mira, como en el 1 de octubre!