En la oficina de Turismo de Cáceres he preguntado por dónde podría comprar un buen jamón, y el funcionario, muy amablemente, me ha asesorado: «Eso tiene que ir al pueblo de Monesterio, son los mejores». Lo ha señalado en el mapa y he visto que estaba lejos, como de Tarragona a Girona. Me he quedado sorprendido de que desde la ciudad Patrimonio de la Humanidad me enviaran a una pequeña población de «la competencia»: Badajoz. Quizás es que era ciudad «Patrimonio del Jamón» y estoy seguro de que hay más de uno que no haría ni caso al plato del Discóbolo si al lado le pusieran otra piedra, más concretamente, una pizarra con jamón y pan con tomate.
Pues sí, hemos parado en Monesterio yendo a Sevilla y hemos entrado en una tienda que había en la carretera. Era la hora de comer y al entrar y ver a decenas de jamones colgante han tenido que llamar a los bomberos para limpiar nuestra saliva, que ya corría calle abajo. Un chico muy atento ha magreado todas las patas que colgaban para escoger un par de jamones (uno para la suegra) bajo un letrero que decía «Prohibido tocar el genero». Viendo al vendedor, entiendo que se refería a la ópera.
Hemos salido de allí más contentos que el Hombre Elefante por Halloween. Incluso le hemos puesto nombre al jamón: «Hammy» y le hemos hecho un sitio en el maletero para que pueda dormir durante el viaje. Desde el cristal del restaurante en el que hemos comido miraba el coche como si fuera la furgoneta del Dioni. Si alguien se hubiera atrevido a acercarse a ese maletero, el descuartizador de Boston habría sido la perrita Marilín a mi lado. Pero, ¡Ay, amigos!, ha llegado el momento de entrar en el hotel. Un sudor frío ha recorrido mi espalda. ¡Ni pensarlo! ¿Y si nos lo roban en la habitación? No cabía en la caja fuerte así que hemos paseado por toda la ciudad con una pata de cerdo del bracito. ¿Pensábais que hoy no hablaría de política?