Ya sabéis que soy más de creer a Miguel Gila que en esa torre del PP que vive en el Alcázar de Toledo. El humorista se ha convertido en mi secretaria y escribe desde el más allá (La Budellera) en mi agenda mientras duermo. Y el viernes me preparó un día lleno de sorpresas que ahora os cuento:
Por la mañana empezó a dolerme la nuca, como si un armario de los antidisturbios me hubiera metido una colleja en una mani. Como se ve que con esto de las vacunas a uno de cada diez mil pinchados le pasa algo, y yo soy un gafe por naturaleza, tiré hacia el centro de salud con dolor de cabeza. Estaba en el médico cuando llamaron por megafonía: «última llamada a Carlos Gosálbez». ¡Ostras, mi amigo y compañero periodista! Tratándose de un hospital, lo de «última llamada» me inquietaba, porque una cosa es perder un avión en Mallorca y la otra que tires la cuchara al suelo, pero no, afortunadamente, sólo había ido a vacunarse de la gripe. Total, que fuimos a tomar una cerveza juntos aprovechando el encuentro. Los primeros veinte minutos fueron muy americanos, como una conversación entre Biden, Clint Eastwood y Kissinger: sólo hablábamos de enfermedades. Y es que somos de la generación que conoció el carburo, el bromuro y al Locomotoro.
Estábamos cerca del mercado y la mujer me ha dicho que le llevara chocolate y mejillones. En la pescadería he coincidido con un político. No recordaba su nombre y disimuladamente he googleado por internet con el móvil porque me sonaba Pérez de apellido. Me ha salido un tal Pérez de Tudela que era alpinista. Entonces he recordado que es socialista, pero no «trepa». Sí, era Pau Pérez, pero claro, si ya sin mascarilla en un ayuntamiento no sabes quién es quién, imagínate si paseamos por Tarragona como si fuéramos el Zorro. Por cierto, que en la ciudad hay otro Pau, también político, pero a éste, en vez de Zorro yo le llamo, directamente, el Banderas.