Duermo con una máquina. No, no es que esté en la cama todos los días con Susana Estrada, es que tengo apneas. Al precio que va la luz, cada noche me cuesta lo mismo que dormir en el Palace de Madrid, como Duran Duran, pero él, con lo que cobraba, seguro que dormía mejor. A menudo me levanto y no sé diferenciar realidad de la ficción, como Millo. Ayer me encontré frente al espejo y dije lo mismo que Casado: «¡Qué extraño! ¿Qué hago yo detrás de un cristal?». Cogí la recortadora de barba y, medio dormido, empecé a pasar la maquinita por la cara, vaya, lo mismo que hacía «la Collares» cuando le enseñaban un TPV. Me di cuenta de la animalada que estaba haciendo cuando tocaba el bigote. Tenía una pinta de Magnum después de zamparse tres cocidos que tampoco estaba mal. Me puse una camisa verde que había comprado en el C&A por internet. ¿Qué? Ah, el comercio local. Me costó cinco euros y el jersey que llevo en la foto me costó 76 en El Corte Inglés. Eso sí que es local, pero de «local academia de Policía».
Mi mujer me preguntó si estaba resfriado, porque tenía una voz rara, como cuando hacen ese juego del globo con hidrógeno en la Tele, que hablas como Jiménez Losantos. Entonces me puse unas gafas de sol que tienen un clip magnético que inventó aquel cocinero francés, el Alain Affelou, y me fui hacia la oficina, donde noté que me temblaba el brazo. Pedí hora a mi neurólogo, un sirio muy simpático. Con la camisa caqui, las gafas de sol, el bigote, la vocecita y el brazo tembloroso me miré en el espejo de nuevo y me parecía a alguien conocido. La mujer preguntó desde la cocina que qué comíamos y contesté: «Puedes poner los pimientos de un rojo al horno y comprar vino para que no tengamos una pertinaz sequía».