Corría en 1995 cuando compré un piso en una calle que lleva el nombre de ese barón que hizo una hipoteca en el Idealista de no sé cuántas torres. Aquel año empecé a oír voces por casa, a pesar de vivir solo. Cada día daba las buenas noches a la tele y a un libro de Asimov que nunca terminé de leer. Se llamaba Fundación e Imperio, un título que le sugirió Pérez-Reverte. Entonces yo hacía de periodista serio en el Times, dedicado a la policía y los tribunales... cuando ellos también eran serios. Incluso tenía una alarma para asegurarme de que en casa no entraba nadie, sólo cuando ligaba. Nadie entró en casa.
Siempre he sido un cagado para los temas esotéricos y cuando hacen Cuarto Mileniocambio enseguida al Més 324 de TV3, aunque algún día también he visto allí fantasmas. La voz siempre decía lo mismo: «¡Ya te vale!». En seis años no descubrí de dónde venía esa vocecita, pequeña como la del caganer de Jiménez Losantos.
Fui a vivir a Cornellà y, al terminar la mudanza, escuché la voz otra vez. Empezaba a pensar que podría estar en mi cerebro, pero ¿por qué conservar en la mente una psicofonía tan inútil? Si fuera el «¡Viva la República!» del Companys, tendría lógica. Al final lo descubrí… Un día simulé que iba a dormir y al oír «¡Ya te vale!» me senté delante del ficus del rincón del comedor y le dije que no hacía falta que disimulara. Se quejó de que no le regaba lo suficiente, y desde entonces, hablamos de la vida y del referéndum mientras yo tomo un orujo y él un pincho de compost. Ahora estamos debatiendo el tema de pegar o no al Tió. Él dice que, si tanto me quejo de los antidisturbios, por qué vapuleamos a un tronco, ¡Que también tiene sentimientos, hombre! Entonces el cactus de encima de la tele ha empezado a gritar: «In, inde, independencia...» ¡Uf!