Diari Més

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Hace exactamente 35 años que caminaba por una avenida de Boston cuando pasó corriendo un individuo que fue abatido por la policía. Le pusieron las esposas en los pies y en las manos y lo introdujeron en un coche patrulla como un fardo de leña. Pensé en la suerte que teníamos en Tarragona de no sufrir unos niveles tan altos de delincuencia, especialmente cuando años después estudié en Criminología las estadísticas de delitos en todo el mundo. Las nuestras, no sólo las de Tarragona, sino las de Cataluña entera, no llegaban ni a hacer cosquillas en México DF, Río u otras ciudades latinoamericanas.

En 1990 empecé a entrar en las comisarías y cuarteles, en el Palacio de Justicia, y en las prisiones, y seguí pensando que nuestros casos de delincuencia eran irrisorios. Y realmente lo eran, a pesar de haber vivido de primera mano el asesinato de la pobre Gemma, conocido la muerte de Maria Teresa Mestre, el triple asesinato de Salvador Arbona y otros casos que hacían estremecer.

De vez en cuando se organizaba alguna manifestación por parte de dirigentes vecinales de algunos barrios y el comisario de la Policía decía que no había motivo para alterarse, que estábamos en niveles moderados. Y era verdad.

En septiembre vivimos en la calle Reding un homicidio y el suicidio del autor frente a la estación. Dos semanas antes, se encontró la mano de un cadáver dentro del coche de los asesinos, a diez minutos a pie de allí. Delante de Renfe, hace unos meses, vimos a dos personas inconscientes en una acera golpeadas por un individuo. Y ahora, a pocos metros, tenemos un empleado que dispara contra sus compañeros de trabajo. El hecho de que en cientos de metros haya cinco heridos, dos muertos y una mano amputada en un coche en pocas semanas me ha hecho sentirme un poco como ese día de agosto de 1987 en Boston.

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