Diari Més

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No descubro nada si digo que no siento simpatía por el Tribunal Supremo, ni en casación ni en pareja de hecho. Pero se produce una paradoja: y es que se me cae bien gente de allí, como el jefe de prensa, el magistrado Javier Hernández y un restaurante japonés de Génova. He estado a punto de decir «nuestro» Javier, porque hará unos treinta años ya coincidía con él y, a pesar de ser del Atlético de Madrid, deberíamos considerarlo tarraconense. El lunes pronunciaba una conferencia sobre el Derecho de Defensa en el Colegio de Abogados de Tarragona. Yo ya sabía que serían dos horas oyendo una exposición en la que, como en las de arte moderno, sólo entiendes uno de cada diez cuadros. Pero allí estuve con la boca abierta bajo la mascarilla porque Hernández es el único juez que traspasa las barreras de lo que oímos habitualmente del proceso penal, más cercano al castigo que alin dubio pro reo. Perdón. Él va más allá y se pone en el lugar del investigado, del abogado al que «putean» en las cárceles, de quien es señalado como culpable antes de declarar su culpabilidad y pone mala cara cuando esposan a alguien en sala. Y si tiene que decir que hay alguna sentencia mala o que la Constitución tiene alguna palabra -no he dicho artículo- que deberíamos reescribir, lo dice y no pasa nada. Y a mí, amante de los derechos humanos, fundamentales y fundamentados, me apasiona que se hable del trato humano al detenido, que parece manchado de sangre, pero quizás sólo le ha caído pintura roja en los zapatos. Poder asistir a una conferencia impartida por un magistrado de prestigio es un honor, pero no tengo claro si es más honor que sus palabras atraigan a un ciudadano de a pie sin orden de captura. Tengo la esperanza de que Javier abra mentes y volvamos a creer en ese edificio oscuro y frío. Y si hay una magistrada simpática, ¿por qué no?, hacer una casación.

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