Decía un antiguo jefe del Times que antes de los asesinos y estafadores, a quienes deberían ejecutar es a los pesados. Yo estaba bastante de acuerdo porque, cuando eres joven, vas por faena y tienes menos tiempo que el delegado del Imserso en Benidorm. Yo a los pesados les reconocía porque entraban en la redacción pausadamente, disimulando, miraban a algún diario antiguo, saludaban el fax y, como diría Félix Rodríguez de la Fuente, «oteaban la fría sabana en busca de su pieza». Y normalmente, la pieza era una servidora, lo primero que se veía desde la puerta. Así que podía pasarme media hora discutiendo sobre la coma de un artículo que el pesado había detectado con nariz de cocainómano jubilado, de la extinción de un gorrión que vivía en Terres Cavades o de que con Franco Batiato se vivía mejor. Cuando se marchaban, te habían dejado convertido en un charco en el suelo, eso sí, con un gran conocimiento del siglo XIV. Yo era especialista en regatearlos. El problema es que el pesado hacía una «ruta de reparto» por el barrio y te los podías encontrar en el restaurante de la Estación de Autobuses. El pesado de turno utilizaba aquella frase «¿Te importa que se siente contigo?». Y entonces los macarrones no eran a la boloñesa, sino a la brasa.
Hace unos meses, en la cantina de la URV, vi a un compañero en activo. Yo estaba haciendo cola para pedir un bocadillo y, tres segundos después, me giré y en su asiento todavía se podía ver el humo. Al verme, se había ido como si yo fuera un inspector de Hacienda, tuviese la lepra o l'ómicron o fuese un antidisturbios. Cuando alguien en Tarragona me detecta, no es que cambie de acera, es que construye una muralla romana. Y yo, cuando paso por delante del Diari Més, entro pausadamente, hojeo algún ejemplar antiguo y miro a quien le puedo dar la brasa antes de que me echen. Sí, amigos, ahora el pesado soy yo. Una pregunta: eso del garrote vil debe hacer daño, ¿no?