Diari Més

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Mi abuelo bajó de la buhardilla y me mostró una especie de fiambrera de aluminio con más golpes pegados que Enric Millo. Me dijo: «Es una lámpara de carburo que se utilizaba en la posguerra». Yo le dije que eran más bonitas aquellas revistas extranjeras de mujeres sin ropa que escondía también ahí arriba. Me pegó un cachete. La anécdota viene a cuento porque estamos conviviendo diferentes generaciones y las denominaciones de los objetos, palabras o profesiones no siempre las entienden unos u otros. Por ejemplo: delco, arriero, Optalidón o mozo. Se me ocurrió que podría escribir este artículo con palabras que un joven no reconocería. Vamos, un cuento corto, como lo de la mesa de negociación.

Empecé a trabajar de meritorio en una oficina donde destacaba un teléfono de baquelita con un dial destartalado, una mesita junto a tampones con espumitas negras y rojas, y un lugar donde dejábamos los paquetes que traía el cosario todos los días. En los cajones todo estaba colocado por orden alfabético, así que el papel carbón estaba debajo de las cintas de las máquinas de escribir. De vez en cuando saltaban los plomos, no, no me refiero a los que entrenan en el club de Reus, sino a una suerte de fusible gordo que petaba cuando la potencia contratada era menor que el consumo. Vamos, lo que ocurre con los camellos y también con algunos alcaldes. Yo creo que las arcas municipales ganarían mucho si en vez de contratar electricidad, tuvieran una dinamo que el secretario cargaría pedaleando durante el plenario. Yo iba a trabajar con un Velo Solex que a menudo hacía la perla, debía agacharme al suelo, volvía a casa hecho un trapo y necesitaba Zotal para desinfectarme. Pero el abuelo recuerda una frase que sirve para todas las épocas: «Hemos abierto una investigación».

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