Después de ver la última peli de James Bond, me quedé como si me hubiera comido una pizza de marihuana con moho. Estoy tan harto del tema del catalán en Netflix -auténtico motivo para la independencia- que dije que se había acabado el cine para mí, ya haría punto de cruz o me pintaría las uñas de los pies. Pero me recomendaron un documental «largometrado» (acabo de crear una palabra, ya lo sé) era una especie de Cinco horas con Mario, que se titula La Silla de Fernando. Fernando Fernán Gómez explica su vida frente a la cámara en un plano donde podemos observar todos los puntos negros de su nariz. Aparentemente, sería una producción que aburriría a Kiarostami, un director iraní capaz de estar diez horas mostrando una manzana en la pantalla. Pero, amigos, descubrí auténticas joyas de la filosofía cotidiana que David Trueba me permitirá que utilice en un plagio estatutario, porque voy a recortar alguna cosita.
Me he identificado con una idea: la gente que dice que eres una persona interesante, un crack, un genio... tanto, que cuando llegas a casa tienes que quitarte toda esa baba con Zotal y piedra pómez. Esa misma gente que dice que eres inteligente, cuando conversas con ellos, te llevan la contraria en todo. Entonces, ¿en qué quedamos? Si son más burros, ¿por qué te contradicen? Luego tenemos quien dice que tú eres un gran tertuliano, que hablas muy bien, y cuando estás en una reunión sólo hablan ellos y no tienen el menor interés en oírte. Cuento también una experiencia con la que me identifico: dice que cuando acabó la Guerra, como Madrid había sido sitiada por los golpistas, empezó a andar como el Forrest Gump hasta donde pudo fuera de la ciudad. Me recordó cuando acabó el confinamiento por Covid. En los temas de alcohol y salidas de noche de fiesta no he encontrado similitud alguna con mi vida. ¡Es raro!